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En el Taller de José.

La Iglesia entera reconoce en San José a su protector y patrono. A lo largo de los siglos se ha hablado de él, subrayando diversos aspectos de su vida, continuamente fiel a la misión que Dios le había confiado. Por eso, desde hace muchos años, me gusta invocarle con un título entrañable: Nuestro Padre y Señor. San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a sabernos parte de la familia de Dios. San José nos da esas lecciones siendo, como fue, un hombre corriente, un padre de familia, un trabajador que se ganaba la vida con el esfuerzo de sus manos. Y ese hecho tiene también, para nosotros, un significado que es motivo de reflexión y de alegría.
Al celebrar hoy su fiesta, quiero evocar su figura, trayendo a la memoria lo que de él nos dice el Evangelio, para poder así descubrir mejor lo que, a través de la vida sencilla del Esposo de Santa María, nos transmite Dios.

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La figura de San José en el Evangelio
Tanto San Mateo como San Lucas nos hablan de San José como de un varón que descendía de una estirpe ilustre: la de David y Salomón, reyes de Israel. Los detalles de esta ascendencia son históricamente algo confusos: no sabemos cuál de las dos genealogías, que traen los evangelistas, corresponde a María —Madre de Jesús según la carne— y cuál a San José, que era su padre según la ley judía. Ni sabemos si la ciudad natal de San José fue Belén, a donde se dirigió a empadronarse, o Nazaret, donde vivía y trabajaba.
Sabemos, en cambio, que no era una persona rica: era un trabajador, como millones de otros hombres en todo el mundo; ejercía el oficio fatigoso y humilde que Dios había escogido para sí, al tomar nuestra carne y al querer vivir treinta años como uno más entre nosotros.
La Sagrada Escritura dice que José era artesano. Varios Padres añaden que fue carpintero. San Justino, hablando de la vida de trabajo de Jesús, afirma que hacía arados y yugos; quizá, basándose en esas palabras, San Isidoro de Sevilla concluye que José era herrero. En todo caso, un obrero que trabajaba en servicio de sus conciudadanos, que tenía una habilidad manual, fruto de años de esfuerzo y de sudor. De las narraciones evangélicas se desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan.
No estoy de acuerdo con la forma clásica de representar a San José como un hombre anciano, aunque se haya hecho con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María. Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana. Para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud.
Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas. Quien no sea capaz de entender un amor así, sabe muy poco de lo que es el verdadero amor, y desconoce por entero el sentido cristiano de la castidad.
Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea. Pero el nombre de José significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió —si se me permite hablar así— la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad. José podía hacer suyas las palabras que pronunció Santa María, su esposa: Quia fecit mihi magna qui potens est, ha hecho en mi cosas grandes Aquel que es todopoderoso, quia respexit humilitatem, porque se fijó en mi pequeñez.
José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo3. Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina; otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo5. En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres.

San Josémaria. Escriva de Balaguer.

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CORAZÓN NUEVO!!

Hechos 5,17-26. Todos los apóstoles han sido detenidos. Pronto pagará Esteban con la vida su fidelidad a Cristo; Pedro volverá a ser detenido, al igual que Pablo. La Iglesia de Jerusalén no conoce tregua. Sus adversarios no han cambiado: sigue siéndolo el partido de los saduceos, esos aristócratas del culto y las finanzas, tan reacios a las ideas nuevas y que gozan de mayoría en el sanedrín. Lo cual no les va a permitir poner freno a la palabra de Dios. Deberían haberlo sabido aquellos sacerdotes de Jerusalén, responsables ya de la muerte de Jesús, pero que no habían podido impedir que rodara la piedra del sepulcro en la mañana de Pascua. Hoy serán las puertas de la prisión las que no puedan resistir la fuerza del Espíritu… El salmo 33, plegaria de agradecimiento, expresa la confianza del hombre que sabe que Dios permanece siempre junto al corazón que sufre.
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Juan 3,16-21. «El que cree en él tiene la vida eterna». La encarnación y la exaltación de Cristo proceden de una misma causa: el amor de Dios al mundo. Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo. Pero, si el Hijo da su vida, también trae consigo la luz, que «sondea las entrañas y los corazones». El campo de batalla del conflicto entre la luz y las tinieblas es el corazón del hombre. El pecador odia la luz, porque sus obras son malas, y sabe que la luz hará manifiesto su pecado; el hombre justo va a la luz, porque sabe que sus obras son buenas, y da gracias por ello a Dios, fuente de toda bondad. La venida del Hijo del hombre ilumina, pues, los actos del hombre. Jesús viene a salvar, y esta salvación exige al hombre tomar postura con respecto a la persona y al mensaje de aquél. Es preciso pasar por la regeneración del Espíritu, lo cual exige pasar por la muerte y la resurrección.
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…». ¿Cómo¡ creer que el tenebroso secreto del mundo reside en el palpitar de un corazón que ama? «Tanto amó Dios…»: he ahí la única confesión que se nos exige para ser fieles a nuestros orígenes. A Dios ya no hay que buscarlo en el ámbito de lo útil o de lo utilizable. Desde el día del Gólgota, a partir de Jesús, Dios ya no se limita a interpretar un «papel». Dios no es el garante del orden del mundo ni el guardián del orden social o de la moral. Dios no es un superingeniero que vele por el mantenimiento del mundo. La única afirmación que el Evangelio nos permite hacer es esta inaudita aseveración: «¡Dios ama al mundo!». Ya no es posible pensar a Dios si no es como amor. Sólo Jesucristo crucificado —desecho humano alzado en el centro del mundo— podía hacer sospechar esta inaudita realidad: ¡Dios está enamorado! El Dios de los filósofos nos diría: «Sólo hay lo que hay: el azar y la necesidad. Busca y encontrarás». El Dios de los sabios nos diría: «Espera y verás cómo encuentras la Verdad». El Dios de los moralistas nos diría: «Hay que…; es menester…; debes…; tienes que…». El Dios de los ideólogos nos diría: «¿Qué has logrado construir?; ¿cuál es tu combate?». El Dios de Jesucristo, como está enamorado, únicamente nos dice: «¿Quieres…?».
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Un desarmante y desarmado «¿Quieres…?» es la única imagen de Dios. ¿Cómo creer que el secreto del mundo es el palpitar de un corazón que ama? Recordad la fantástica parábola que el mundo entero vivió como un combate en favor de cada uno de nosotros: un hombre siguió viviendo porque le había sido trasplantado el corazón de otro hombre. En el momento de la muerte de Blaiberg, los médicos nos revelaron que durante todo un año su organismo, desde el cerebro hasta la más insignificante célula, no había dejado de luchar, con la más asombrosa astucia, para rechazar a aquel corazón extraño que, sin embargo, se había convertido en el elemento más imprescindible para su propia supervivencia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo». Un corazón, indispensable para su supervivencia, le ha sido trasplantado a nuestro mundo. «¿Quieres…?». Pero, a diferencia de lo ocurrido con Blaiberg, el trasplante se renueva cada mañana. Y, en el corazón del mundo, Dios no habrá de abandonarnos mientras el trasplante no haya prendido .

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Cantamos tu gloria, Dios y Padre nuestro,
y proclamamos con toda la Iglesia
que Jesús se ha alzado y vive en la luz.
Ha venido de ti, lleno de gracia y de verdad,
no para juzgar al mundo, sino para salvarlo.
Para manifestar tu amor,
se hizo semejante en todo a los hombres
para arrastrarlos consigo en su victoria.
En él podemos ver tu luz
y conocer el secreto de nuestra vida:
que nos amas sin reservas
y dejas sin efecto la acusación
que pesaba contra nosotros.
Por eso, fiados de tu ternura,
entonamos la aclamación
de quienes viven para siempre en tu luz.
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Dal «Dialogo della Divina Provvidenza» di santa Caterina da Siena, vergine.

(Cap. 167, Ringraziamento alla Trinità; libero adattamento; cfr. ed. I. Taurisano, Firenze, 1928, II, pp. 586-588)
Ho gustato e veduto

O Deità eterna, o eterna Trinità, che, per l’unione con la divina natura, hai fatto tanto valere il sangue dell’Unigenito Figlio! Tu, Trinità eterna, sei come un mare profondo, in cui più cerco e più trovo, e quanto più trovo, più cresce la sete di cercarti. Tu sei insaziabile; e l’anima, saziandosi nel tuo abisso, non si sazia, perché permane nella fame di te, sempre più te brama, o Trinità eterna, desiderando di vederti con la luce della tua luce. Io ho gustato e veduto con la luce dell’intelletto nella tua luce il tuo abisso, o Trinità eterna, e la bellezza della tua creatura. Per questo, vedendo me in te, ho visto che sono tua immagine per quella intelligenza che mi vien donata della tua potenza, o Padre eterno, e della tua sapienza, che viene appropriata al tuo Unigenito Figlio. Lo Spirito Santo poi, che procede da te e dal tuo Figlio, mi ha dato la volontà con cui posso amarti.

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Tu infatti, Trinità eterna, sei creatore e io creatura; e ho conosciuto – perché tu me ne hai data l’intelligenza, quando mi hai ricreata con il sangue del Figlio – che tu sei innamorato della bellezza della tua creatura.  O abisso, o Trinità eterna, o Deità, o mare profondo! E che più potevi dare a me che te medesimo? Tu sei un fuoco che arde sempre e non si consuma. Sei tu che consumi col tuo calore ogni amor proprio dell’anima. Tu sei fuoco che toglie ogni freddezza, e illumini le menti con la tua luce, con quella luce con cui mi hai fatto conoscere la tua verità. Specchiandomi in questa luce ti conosco come sommo bene, bene sopra ogni bene, bene felice, bene incomprensibile, bene inestimabile. Bellezza sopra ogni bellezza. Sapienza sopra ogni sapienza. Anzi, tu sei la stessa sapienza. Tu cibo degli angeli, che con fuoco d’amore ti sei dato agli uomini.
Tu vestimento che ricopre ogni mia nudità. Tu cibo che pasci gli affamati con la tua dolcezza. Tu sei dolce senza alcuna amarezza. O Trinità eterna!

 

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La alegría de estar juntos!!

Hechos 4,32-37. «Lo poseían todo en común». Esta lapidaria frase resume el ideal comunitario de los cristianos y representa una increíble fuerza para la nueva Iglesia: ¿Qué mejor motor para el apostolado que el apoyo mutuo y fraterno? Pues no sólo los bienes materiales son susceptibles de ser puestos en común, sino también la fe, la alegría de estar juntos, las preocupaciones… En Jerusalén, el compartir los bienes era asunto de libre elección. Algunos cristianos ponían todas o una parte de sus propiedades a disposición de la comunidad. Ananías y Safira serán condenados no por haberse quedado con sus bienes, sino por haber hecho creer que los ofrecían en su totalidad, cuando en realidad no se les exigía nada (5,1-11). El salmo 92 celebra la entronización victoriosa de Yahvé en Jerusalén, en el marco de la fiesta de los Tabernáculos.
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Juan 3,7-15. «Es preciso nacer de lo alto». Nicodemo está verdaderamente confuso y no comprende este nuevo lenguaje. De hecho, no posee el lenguaje del corazón, el lenguaje de un amor de horizontes infinitos. Pero Jesús no niega el carácter misterioso de las palabras que pronuncia, y para iluminarlas recurre a una comparación. También el viento es misterioso (en hebreo, una sola palabra sirve para designar al viento y al espíritu): se sienten sus efectos, pero no se le puede ver. Algo así sucede con los que han nacido del Espíritu: se les puede ver (son los que aceptan la palabra de Jesús), pero no se sabe nada acerca del momento y el modo en que el Espíritu les ha hecho nacer. En cualquier caso, el proceso no es comparable al de un nacimiento físico (1,13).
El discurso va tomando altura progresivamente. Contempla la obra de Cristo y, con absoluta naturalidad, proyecta la cruz «en filigrana». La posibilidad de regeneración, del nacer de nuevo, está condicionada por un proceso en dos tiempos. Era menester, en primer lugar, que el Hijo del hombre bajara del cielo, porque es él quien posee el conocimiento de las cosas divinas; era menester que Dios se encarnara. Y, en segundo lugar, tenía que ser «elevado» como la serpiente de Moisés, de la que el libro de los Números (21,9) dice que sanaba a quien la mirara, con lo cual daba a entender que quien se volviera hacia Dios quedaba salvado. Del mismo modo, quien pone su fe en Cristo posee la vida eterna.
Una multitud reunida para una manifestación o para una fiesta puede tener reivindicaciones o reacciones colectivas, pero no por ello sabe aún lo que es una vida en común. Cuando unos hombres son llamados a formar un solo pueblo, necesitan aprender a vivir juntos. «La multitud de los que habían abrazado la fe tenía un solo corazón y una sola alma». La vida cristiana es comunitaria de un modo innato, congénito. No podríamos pretender vivir juntos si no tuviéramos un origen común. Y esto, que puede afirmarse indudablemente de la fraternidad humana, lo experimentan los cristianos, de una manera especial y paradigmática, como pueblo que vive en comunidad. Y es que nuestro nacimiento ha sido inscrito en un mismo libro de vida. Nuestra comunidad no se fundamenta en ningún tipo de uniformidad mental ni se forja en la realización de un mismo programa; nuestra comunión es cuestión de sangre, de aliento vital. ¡Somos un pueblo porque compartimos un mismo Espíritu!
El cristiano es de raza comunitaria: la fe no es algo que se oculte en la intimidad de la conciencia personal, sino que, por encima de todo, es la «respiración» de una asamblea convocada y unida por una Palabra. Lo cual no significa que haya que silenciar las tensiones, divisiones e incluso desgarros que afectan a nuestro Pueblo. A veces hemos tratado de ignorar todo eso para evitar conflictos, pero la verdad de nuestro origen hace intolerable la mentira. Si queremos vivir juntos, hemos de aceptar nuestros mutuos desacuerdos. Lo cual, indudablemente, constituye un riesgo, pero es también la promesa que tratamos de inscribir en una historia humana, la señal que da fe del esfuerzo y la esperanza de toda la humanidad en busca de reconciliación.

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No podríamos pretender vivir juntos si no tuviéramos un origen común; si podemos seguir viviendo juntos, es porque habita en nosotros el Amor de Aquel que desea congregarnos.
«Los creyentes tenían un solo corazón…».
Por desgracia, Señor, estamos llenos de contradicciones y nos destruimos los unos a los otros. Pero tú eres más fuerte que nuestras divisiones: ¡danos un corazón nuevo! «Los creyentes tenían un solo corazón…».
Por desgracia, Señor, vivimos temiendo a los demás. Pero tú eres más fuerte que nuestras congojas: ¡danos un corazón nuevo! «Los creyentes tenían un solo corazón…».
Por desgracia, Señor, nuestro corazón está como muerto. Pero tú eres más fuerte que nuestra miseria: ¡danos un corazón nuevo!