«El silencio es la actividad profunda, del amor que escucha». Pablo Vl
Cuenta la Biblia que hubo una época en la cual la Palabra del Señor era «rara» en Israel y no abundaban las revelaciones de Dios. Parecía que Dios hubiera callado. En esa época de silencio de Dios, un niño dormía en el santuario mientras ardía aún la lámpara del Señor. Y en medio de la noche y del silencio hubo un grito, una palabra: «¡Samuel!». El niño no conocía al Señor y creía que lo llamaba el sacerdote del santuario; por eso, fue presuroso al lugar donde éste descansaba. «He venido porque me has llamado» le dijo el niño, pero el sacerdote asombrado le replicó que no era él quien le llamaba.
Siguió la noche y siguieron los llamados y, después de cada llamado, el muchacho se presentaba ante el sacerdote: «He venido porque me has llamado». Al fin, el sacerdote comprendió lo que sucedía en aquella extraña noche de llamados y dijo al niño que era el Señor quien lo buscaba. Avanzada la noche la voz volvió a llamar: «¡Samuel!» y el niño respondió: «¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!».
Una historia de silencios y llamados. Una historia de una noche en la que sólo un niño escuchaba el llamar de Dios. Todos creían que Dios callaba; pero más bien lo que sucedía era que nadie lo escuchaba. Tal vez durante meses o años, Dios gritaba nombres en las casas y en los santuarios, nombres que se perdían ahogados por los gritos, por el bullicio, por el egoísmo de los corazones. Tal vez durante mucho tiempo buscó a alguien que deseara escucharlo, a alguien que todavía quisiera confiar en su palabra, a alguien que aún se dejara llamar por el nombre. Y de tanto buscar, una noche encontró a un niño.
Sólo él en silencio, sólo él con los oídos nuevos para escuchar la voz de Dios, sólo él con el alma disponible para dejarse encontrar, sólo él preparado para oír su nombre en los labios de Dios. «¡Samuel!» gritó Dios en el silencio del santuario. «¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!», respondió el niño abriendo sus oídos y su corazón. Nuestro Dios es un Dios que quiere revelarse, un Dios que desea comunicarse, un Dios que siempre está llamando; pero, ¿le escuchamos? Para encontrar a Dios es necesario escuchar y para escuchar es necesario hacer silencio. No es que Dios no esté presente, no es que Dios ya no pronuncie nombres, no es que Dios no nos busque. Lo que sucede es que hemos perdido al niño que era capaz de escuchar y nos hemos llenado de ruido y el ruido no nos deja oír. La voz de Dios sólo se oye en el silencio, sólo un corazón en silencio es capaz de escuchar.