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LA VISITACIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN.

En la fiesta de hoy recordamos que «la Santísima Virgen, llevando en su seno al Hijo, va a casa de su prima Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y proclamar la misericordia de Dios Salvador» (Pablo VI, Marialis Cultus 7).

Es una escena llena de simbolismo: María lleva en su seno al Mesías y se encuentra con Isabel que lleva también en el suyo al Precursor. Un diálogo entre dos mujeres llenas de Dios, que representan al Antiguo y al Nuevo Testamento. Y un encuentro entre el Mesías y su Precursor. Más aún, entre Dios y la humanidad.

Esta fiesta, a pesar de que se inspira en el evangelio, entró bastante tarde en el calendario: la difundieron los franciscanos en el siglo XIII. Antes de la actual reforma, se celebraba el 2 de julio, pero en la fecha actual se adapta mejor al relato del evangelio, situándose antes del nacimiento de san Juan, que recordaremos el 24 de junio.

Durante el Tiempo Pascual, como primera lectura proclamamos la de Pablo. Si la fiesta cae ya fuera de la Cincuentena, podríamos elegir como primera lectura, los años impares, la de Sofonías, y los pares, la de Romanos.

Sofonías 3,14-18: «El Señor será el rey de Israel en medio de ti» El profeta Sofonías invita a la alegría, al júbilo, a la confianza, porque los planes de Dios son planes de perdón y liberación, a pesar de la triste historia de Israel. El motivo es que «el Señor en medio de ti, es un guerrero que sal va».

Dios está cerca de los suyos y quiere su salvación.

La lectura se ha elegido para la fiesta de hoy porque ahora es María el verdadero Templo viviente, que lleva en su seno al Mesías y va comunicando a toda su alegría. Este pasaje lo leemos también en el Adviento, pocos días antes de la Navidad, pues vemos en María la presencia del Dios-con nosotros.

El poema de Isaías que hoy cantamos como salmo de meditación, prolonga esta lectura profética: «Gritad jubilosos, habitantes de Sión: ¡qué grande es en medio de ti el Santo de Israel!». Así como la página del Cantar de los Cantares que leemos en el Oficio de Lectura sobre la «llegada del amado» (Ct 2,8-14; 8,6-7).

Romanos 12,9-16: «Contribuid en las necesidades del Pueblo de Dios: practicad la hospitalidad»

La página de Pablo está seleccionada con una intención más de tipo moral, recogiendo la lección de hospitalidad y amable servicialidad que nos da María de Nazaret en su visita a Isabel.

El apóstol traza un cuadro ideal de la vida de comunidad. Junto a la oración y la esperanza, insiste, sobre todo, en el amor fraterno, la generosidad en la ayuda mutua, la hospitalidad, la solidaridad con los que lloran y con los que ríen, el saber perdonar y bendecir a todos.

Lucas 1,39-56: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? «

Apenas ha recibido de Dios, por boca del ángel, el anuncio de su maternidad mesiánica, María de Nazaret se siente movida por el Espíritu a viajar hasta la casa de su prima, solidarizarse con la alegría que debe tener Isabel por su esperada maternidad, tanto más gozosa cuanto más tardía, y a prestarle su ayuda en esos momentos. Está llena de Dios y por eso se muestra tan servicial.

Las dos mujeres protagonistas de la escena, dos mujeres sencillas, del pueblo, llenas de fe, tienen intervenciones admirables. Isabel, movida por el Espíritu, formula con humildad una pregunta: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?». María prorrumpe, a su vez, en uno de los mejores himnos de la Biblia, que cantamos diariamente en el rezo de Vísperas: el Magníficat.

En el Magníficat, la Virgen canta agradecida a Dios por lo que ha hecho con ella y, sobre todo, por lo que ha realizado y sigue realizando por Israel, su pueblo, con el que se solidariza plenamente. Este himno, que probablemente proviene de la reflexión teológica y orante de la primera comunidad, y que es un estupendo resumen de la actitud religiosa de Israel y de la Iglesia, Lucas lo pone muy acertadamente en labios de esta humilde muchacha, María, la primera cristiana, la que mejor expresó su disponibilidad total al plan de Dios.

Este evangelio lo leemos también el 21 de diciembre, preparando la Navidad, y en el domingo IV de Adviento en el año C.

Las lecturas y oraciones de la fiesta de hoy -incluidas la página del Cantar de los Cantares y las antífonas, llenas de poesía, de la Liturgia de las Horas nos ayudan a entender el sentido que tiene el acontecimiento para nuestra vida.

Esta fiesta está llena de sencillez y ternura, y nos resulta a la vez familiar y de profundidad teológica.

Ante todo, María aparece como la portadora de Cristo. La presencia salvadora del Mesías es la que produce la alegría de todos los protagonistas de la historia: la de Isabel, la de Juan en su seno, la de María que alaba a Dios y la de cuantos celebramos la fiesta y la llamamos bienaventurada, felicitándola. Es la alegría a la que invita la lectura del profeta Sofonías: «Regocíjate, hija de Sión, alégrate, Jerusalén». El motivo es el mismo: «El Señor está en medio de ti y ya no temerás: él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo». Después de la venida del Mesías al seno de María, todavía con mayor motivo.

Ahora somos nosotros, la Iglesia, cada uno de los cristianos, quienes tenemos encomendada la misión de evangelizar al mundo, o sea, transmitirle la alegría de la presencia salvadora de Cristo. Primero, sabiéndole descubrir nosotros mismos presente en la vida, en la Palabra, en los Sacramentos, sobre todo en la Eucaristía. Y luego, comunicando a los demás nuestra fe.

La actitud de alabanza con la que María entona su Magníficat debe ser contagiosa para los cristianos: debemos contemplar, admirar y dar gracias a Dios por lo que ha hecho por nosotros. Debemos saber «cantar sus maravillas durante toda nuestra vida», como pide la oración.

En la oración de después de la comunión encontramos una buena definición de lo que hacemos cada vez que celebramos la Eucaristía: «Que tu Iglesia te glorifique, Señor, por todas las maravillas que has hecho con tus hijos».

Eucaristía significa acción de gracias. Su oración central, la Plegaria Eucarística, es la mejor alabanza que elevamos eclesialmente a Dios, conscientes de que este momento de la Eucaristía es el que con mayor densidad nos hace experimentar su cercanía: «Haz que tu Iglesia lo perciba (a Cristo) siempre vivo en este sacramento».

Hoy es un día en el que, con mayor motivación que nunca, podemos proclamar la Plegaria Eucarística, y también recitar despacio el Magníficat, en unión con la Virgen. Lo podríamos hacer después de la comunión, o en nuestra oración personal, a lo largo del día, y sobre todo cantarlo al caer la tarde en la celebración de Vísperas, con una monición que nos motive a proclamarlo como si fuera la primera vez que suena, imitando el gozo interior de María.

De la escena evangélica, y de las recomendaciones de Pablo, nos llega también la invitación a una actitud de servicio. María de Nazaret, llena del Señor, sale de sí misma y se pone en camino, yendo a casa de su prima, que seguramente agradecerá una mano amiga en las labores de casa. La «llena de gracia» corre a comunicar su alegría a los demás. El amor de Dios se traduce en un gesto de amor al prójimo; la alegría mesiánica, en ayuda fraternal concreta.

¿Somos capaces de «visitar» a los demás, de salir de nosotros mismos, de situarnos en su punto de vista, de compartir con ellos nuestra vida y ofrecerles nuestra ayuda? Y, cuando lo hacemos, en el ámbito familiar, comunitario o social, ¿sienten los demás la presencia de Dios, la alegría y la esperanza de su cercanía, porque ven que nuestra caridad es sincera? Lo que Dios nos ha dado gratis, ¿lo damos también gratis a los demás? ¿Estamos dispuestos a tender una mano al que necesita de nosotros?

Esto lo debemos hacer no sólo en las ocasiones solemnes, sino en el quehacer de cada día: llorando con los que lloran, como decía Pablo, riendo con los que ríen, practicando de corazón la hospitalidad. Entonces sí que se creará en torno nuestro un clima de esperanza y todos podrán experimentar la presencia salvadora del Señor en medio de nosotros.

María de Nazaret nos da hoy un luminoso ejemplo de unión con Cristo, de alegría esperanzada y de espíritu misionero y comunicador, de alabanza a Dios en su oración y de caridad solícita con los demás. A la vez que la celebramos como la llena de gracia, aprendemos de ella sus mejores actitudes hacia Dios y el prójimo.

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Sábado santo/CUANDO DIOS CALLA…

Nuestro Dios es un Dios de las palabras, es un Dios de los gestos, es un Dios de los silencios.

El Dios de las palabras sabemos cómo es porque en la Biblia están las palabras de Dios: Dios nos habla, nos busca. El Dios de los gestos es el Dios que va… Y después está el Dios del silencio. Piensen en los grandes silencios de la Biblia: por ejemplo, el silencio en el corazón de Abraham cuando iba a ofrecer en sacrificio a su hijo.

Pero el silencio más grande de Dios fue la Cruz: Jesús sintió el silencio del Padre hasta definirlo ‘abandono’… Y después ocurrió aquel milagro divino, aquella palabra, aquel gesto grandioso que fue la Resurrección.

Nuestro Dios es también el Dios de los silencios y hay silencios de Dios que no pueden explicarse si no se mira al Crucifijo. Por ejemplo ¿por qué sufren los niños? ¿Dónde hay una palabra de Dios que explique por qué sufren los niños? Ese es uno de los grandes silencios de Dios.

Y no digo que el silencio de Dios se pueda ‘entender’, pero podemos acercarnos a los silencios de Dios mirando al Cristo crucificado, al Cristo abandonado desde el Monte de los Olivos hasta la Cruz…

Pero ‘Dios nos ha creado para ser felices’…Sí, es verdad, pero tantas veces calla. Es verdad. Y yo no puedo engañarte diciendo: ‘No, tú ten fe y todo te irá bien, serás feliz, tendrás suerte, tendrás dinero… No, nuestro Dios está también en el silencio”. (Papa Francisco)

Los hermanos sufren, y yo con ellos. No quiero vivir una situación de privilegio.

¡Cómo me gustaría ofrecerte una inteligencia capaz de encontrar fórmulas que alentasen la vida de los seres humanos por el camino de la justicia…! Pero no parece posible. Soy pequeño. Soy un hombre de una inteligencia sencilla, acostumbrada a vivir y a hacer pequeñas cosas.

Me supera este problema del paro y la inseguridad en que viven tantos hermanos. Y quiero perforar la vida para que mi conciencia se alerte, se solidarice, se abra, se espabile, se active. Perforar para que mi corazón no se quede en el lamento fácil, sino para que me ponga en actitud de búsqueda, para que sepa que en medio de la noche nadie debe caminar solo, sino que nos hemos de coger de tu mano.

Perforar para que brote la Fuente, el Manantial de Vida, que se esconde tras un corazón aparentemente frío y apagado. Perforar para que se aproveche bien este momento silencioso, tímido, corto, en medio de otras muchas movidas e inquietudes.

ORACIÓN

Señor Jesucristo, has hecho brillar tu luz en las tinieblas de la muerte, la fuerza protectora de tu amor habita en el abismo de la más profunda soledad; en medio de tu ocultamiento podemos cantar el aleluya de los redimidos.

Concédenos la humilde sencillez de la fe que no se desconcierta cuando tú nos llamas a la hora de las tinieblas y del abandono, cuando todo parece inconsistente. En esta época en que tus cosas parecen estar librando una batalla mortal, concédenos luz suficiente para no perderte; luz suficiente para poder iluminar a los otros que  también lo necesitan.

Haz que el misterio de tu alegría pascual resplandezca en nuestros días como el alba, haz que seamos realmente hombres pascuales en medio del sábado santo de la historia.

Haz que a través de los días luminosos y oscuros de nuestro tiempo nos pongamos alegremente en camino hacia tu gloria futura.

Amén

 

 

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LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR!!

«Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». La encarnación del Hijo de Dios es el misterio básico de nuestra fe cristiana. El que profesamos en el Credo diciendo que «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». Hoy sería bueno que leyéramos, a modo de meditación o lectura espiritual, los números que el Catecismo de la Iglesia Católica dedica a este misterio de la Anunciación y la Encarnación.

La celebración de hoy es también, como la de la Presentación del Señor del 2 de febrero, «una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: del Verbo que se hace hijo de María y de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, como memoria del SI salvador del Verbo Encarnado, como conmemoración del principio de la Redención. Con relación a María, como fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su sí generoso se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes» (Pablo VI, Marialis Cultus 6). Por eso, si antes hablábamos de la «Anunciación de Nuestra Señora», ahora llamamos a esta fiesta la «Anunciación del Señor».

Como no sabemos cuándo sucedió el acontecimiento decisivo de la Encarnación, ya desde muy pronto se pensó celebrarlo nueve meses antes de la Navidad (del 25 de marzo al 25 de diciembre), en una fecha que, además, coincide con el equinoccio de la primavera, que los antiguos creían que había sido también la fecha del inicio de la creación. Estos razonamientos ya los hacía san Agustín.

En la liturgia hispánica se decidió, durante el concilio X de Toledo, el año 656, que era mejor cambiar la fecha, para que no coincidiera con la Cuaresma. Por eso, sin dar importancia a lo de los nueve meses, prefirieron colocar esta celebración unos días antes de la Navidad, el 18 de diciembre.

Isaías 7,10-14: «La Virgen está encinta» El profeta le ofrece al rey Acaz, en el siglo VII antes de Cristo, la ayuda de Dios para la solución de sus problemas. Pero el rey se fía más de su alianza militar con los asirios. Y entonces es cuando el profeta le anuncia un signo: una muchacha -que luego en griego se tradujo por «virgen»- dará a luz a un niño. Este niño pudo ser, históricamente, el hijo de Acaz, Ezequías, pero los judíos lo interpretaron como figura del futuro Mesías, porque Isaías, en este pasaje, ya le llama «Emmanuel», el «Dios-con-nosotros».

Hebreos 10,4-10: «Está escrito en el libro: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» Esta página de la carta a los Hebreos nos ayuda a centrar claramente la fiesta en su protagonista, Cristo Jesús, que «cuando entró en el mundo», hizo suyos los sentimientos del salmo 39, que se cita y se comenta, y que nos ha servido como salmo de meditación: «Tú no quieres sacrificios ni holocaustos, pero me has dado un cuerpo: aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad».

La Encarnación del Hijo de Dios tiene esta finalidad: con su entrega en la cruz, va a reconciliar a Dios con la humanidad. La de hoy es la ofrenda inicial, que ya apunta a la ofrenda final de la Pascua, de una vez para siempre, en la Cruz.

Lucas 1,26-38: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo» La página de la Anunciación del Señor, tal como nos la cuenta Lucas (que leemos, además, el 20 de diciembre y, también, el domingo IV de Adviento del año B), es de las más expresivas, poéticas y esperanzadoras de nuestra fe cristiana.

Se ve claramente la iniciativa de Dios y la respuesta de una humilde muchacha israelita, como representante de todo el pueblo del Antiguo Testamento y también de todos los que después, durante los ya dos mil años de historia cristiana, responden al plan salvador de Dios. Dios dice su «sí» a la humanidad. Y la humanidad, en la persona de María, le responde con su «sí» de acogida: «Hágase en mí según tu palabra», que es un eco perfecto de la actitud de Cristo: «Vengo a hacer tu voluntad».

Del encuentro de estos dos «síes» brota, por obra del Espíritu, el Salvador Jesús, el Dios-con-nosotros que anunciaba el profeta: «y el Verbo se hizo carne». El Hijo de Dios, su Palabra personificada, tomó naturaleza humana. Sobre todo, en estos años que vivimos en torno al gran Jubileo del año 2000, celebramos con más énfasis esta fiesta, recordando que hace dos mil años que el Hijo de Dios se encarnó en nuestra historia.

Hoy es uno de los días en que con más sentido podemos rezar el Ángelus: «el ángel de Dios anunció a María…; hágase en mí según tu palabra…; y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros».

Por una parte, nos llena de alegría la gran noticia -que no aparecerá ciertamente en los medios de comunicación- de que Dios no es un Dios lejano, sino «Dios con nosotros», que ha querido hacerse hombre para que nosotros podamos unirnos a su vida divina. Y, por otra, nos sentimos animados, por el ejemplo de María, a contestar con nuestro «sí» personal, vital, desde nuestra historia concreta, a ese acercamiento de Dios, superando así los planteamientos más superficiales de la vida a los que podría invitarnos nuestra comodidad o el clima de la sociedad.

Es la fiesta del «sí» y del amor: el de Dios y el nuestro. Si también nosotros respondemos a Dios «hágase en mí según tu Palabra», como hicieron Cristo desde el primer momento de su existencia y María de Nazaret en el diálogo con el ángel, se volverá a dar, en nuestro mundo, una nueva encarnación de Cristo Jesús. Por obra de su Espíritu seguirá brotando la salvación y la gracia y la alegría de la Buena Noticia.

Y María de Nazaret -la «nueva Eva», que obedeció a la voz de Dios, al contrario que la primera-, se convertirá en la mejor representante y modelo de los que pertenecemos a la nueva humanidad que Dios ha formado en torno a su Hijo. Una de las preces de Vísperas así lo pide: «dispón nuestros corazones para que reciban a Cristo como la Virgen Madre lo recibió».

^ «Tú has querido que la Palabra se encarnase en el seno de la Virgen María» (oración)

| «Y le pondrá por nombre Emmanuel, Dios-con-nosotros» (1a lectura)

| «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (2a lectura)

\ «Hágase en mí según tu palabra» (evangelio)

  • «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (aclamación evangelio)
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2 de febrero. LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR!

 

A los cuarenta días del nacimiento de Jesús, celebramos hoy su presentación en el Templo. Jesús es llevado por sus padres, María y José, como hacían todas las familias judías con su primogénito, para ofrecerlo a Dios y luego «rescatarlo» dejando en su lugar, si eran pobres, como es éste el caso, «un par de tórtolas o dos pichones».

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En el Templo, dos personas mayores, Simeón y Ana, llenas de fe y de Espíritu, saben reconocer en aquel niño al Señor y Mesías, luz y salvación de la humanidad, y alaban gozosos a Dios.

Es una fiesta muy antigua en la Iglesia. La peregrina Egeria, afínales del siglo IV, ya narra cómo se celebraba en Jerusalén.

Los orientales la llaman hypapanté, que en griego quiere decir «encuentro»: en efecto, junto a María y José, aquellos dos ancianos son los representantes del Israel de la fe, que saben salir al encuentro de Dios que viene a salvar a la humanidad. Entre nosotros antes se llamaba «la purificación de Nuestra Señora» o, también, «la Candelaria», por la procesión con candelas, con las que se simboliza a Cristo, «luz de las naciones».  

En el Calendario de Pablo VI (1969) ha vuelto a ser considerada, conjuntamente, como fiesta mariana y fiesta del Señor: «la Presentación del Señor en el Templo». Como dice Pablo VI en la Marialis Cultas, «es la celebración de un misterio que realizó Cristo y al que la Virgen estuvo íntimamente unida como la Madre del Siervo de Yahvé, ejerciendo un deber propio del antiguo Israel y presentándose, a la vez, como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en la esperanza por el sufrimiento y la persecución» (MC 7).

  • De las dos lecturas que se ofrecen antes del evangelio, se puede escoger la primera, de Malaquías, para los años impares, y la segunda, de Hebreos, para los pares.

Malaquías 3,1-4: «Entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis » El profeta Malaquías, en el siglo V antes de Cristo, anuncia cómo Dios enviará a un mensajero suyo, que «entrará en el santuario» como «mensajero de la alianza».

El pasaje ha sido elegido precisamente en el día que recordamos cómo Jesús entra por primera vez en el recinto del Templo de Jerusalén. Todavía no con las características de que hablaba el profeta, en plan de purificación y reforma radical, «como un fuego de fundidor que refina la plata» o como «lejía de lavandera», porque es un niño de pocos días. Pero luego, cuando ya esté actuando en su misión mesiánica, sí entrará con autoridad y palabra profética.

En sintonía con esta entrada solemne del enviado de Dios está el salmo 23: «Portones, alzad los dinteles, va a entrar el Rey de la gloria». Aunque en el caso de Jesús niño, sólo unas pocas personas reconocen su llegada al Templo como la hora de la salvación esperada desde hacía siglos.

  • Hebreos 2,14-18: «Tenía que parecerse en todo a sus hermanos «

La carta a los Hebreos presenta a Jesús como el verdadero Sacerdote, el mediador auténtico entre Dios y la humanidad. El pasaje que leemos hoy subraya, sobre todo, su cercanía con nosotros, su solidaridad plena: «tenía que parecerse en todo a sus hermanos», tenía que ser «de la misma carne y sangre» que los demás hijos de Abrahán. Es lógico que esto se recuerde en el día de su presentación en el Templo, cumpliendo lo que hacían todas las

familias judías. Jesús se ha encarnado en la humanidad con todas las consecuencias, para salvarnos desde dentro.

El sorprendente motivo de esta sintonía de Jesús con su pueblo es que así podrá «ser compasivo y pontífice fiel». Un mediador debe estar en contacto con las dos partes. En este caso, Jesús es el pontífice perfecto, porque es Dios y a la vez es hombre como nosotros, y «como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella».

También con esta lectura resuena el salmo 23: Jesús, el sacerdote verdadero, es el que entra ahora por las puertas del Templo como «rey de la gloria», para ejercer su ministerio de mediador y reconciliarnos con Dios.

Lucas 2,22-40: «Mis ojos han visto a tu Salvador» En esta escena entrañable -que sería bueno leer por entero- Lucas nos cuenta el significativo «encuentro» del Hijo de Dios con unos fieles representantes del pueblo que «esperaban el consuelo de Israel». María, José, Simeón, Ana: vale la pena recordar sus nombres. No son importantes según las categorías sociales de su pueblo, pero son personas creyentes, abiertas al Espíritu, y han tenido luz en sus ojos para reconocer al Salvador. Son los primeros de tantos y tantos que, a lo largo de los siglos, les han imitado en su fe.

Simeón prorrumpe en su breve himno Nunc ditnittis, lleno de teología: ve en este niño el cumplimiento de todo el Antiguo Testamento, la luz de las naciones y el destino pascual de su entrega en la cruz. Y exclama gozoso: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz»: un himno que hoy podríamos cantar no sólo en Completas, sino también en la Eucaristía, como canto de entrada o después de la comunión. Ana «daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel». María, la madre, está muy activa hoy, y lo estará también al pie de la cruz, cuando su Hijo se entregue por la humanidad. Mujer experta en dolor, como el anciano Simeón se encarga de anunciarle, porque su Hijo será un signo de contradicción en medio de este mundo. En los textos de la Liturgia de las Horas se acentúa sensiblemente el tono «mariano» de este día, que en la misa es muy escaso.

La fiesta de hoy, en cierto modo, sirve de clausura de la celebración de la Navidad y nos ayuda a entenderla en profundidad.

  • Ante todo, admiramos la sencillez y la solidaridad de Jesús con su pueblo, con nosotros. Dios anuncia los tiempos mesiánicos con un signo entrañable: un niño pequeño que entra en el Templo en brazos de sus padres, gente humilde y sencilla. Es el estilo de Dios. Jesús ha nacido, recorrerá nuestro camino, incluido el de la pobreza y del dolor, y luego morirá, y así podemos tener en él un Mediador comprensivo y cercano. Él es nuestra Luz.

Hoy, popular día «de la Candelaria», se refleja todavía la luz de la Navidad como consigna de salvación para todos.

  • Por otra parte, la fiesta de hoy se puede decir que abre la puerta al ciclo de la Pascua. Jesús es consagrado a Dios en una primera ofrenda, llevado por sus padres. Más tarde, al final de su vida, se ofrecerá él mismo, en una entrega total, en la cruz, por la salvación de la humanidad. Son dos ofrendas sacrificiales que están relacionadas, la «matutina» y la «vespertina», y que dan unidad a toda la vida de Jesús.

La Navidad y la Presentación están íntimamente relacionadas con la Pascua de Jesús.

  • Hoy nosotros, como Simeón y Ana y, sobre todo, como María y José, «salimos, Menos de alegría, al encuentro del Salvador» (prefacio) y reconocemos en Jesús la Luz de las naciones, deseando que nos ilumine también a nosotros. Por eso hemos comenzado la misa entrando en procesión con candelas encendidas en nuestras manos y cantando alabanzas a Cristo Jesús.

Hemos imitado a aquella pareja de ancianos -Simeón y Ana-y a aquella otra pareja de jóvenes -José y María- que nos dieron admirable ejemplo de fe y de acogida.

  • A la vez, intentamos imitar su actitud de ofrenda generosa a Dios. En este día 2 de febrero, se está creando la costumbre -sobre todo en Roma- de que los religiosos agradezcan a Dios el don de la vida consagrada y renueven su compromiso de seguir a Cristo en su camino de entrega por los demás, intentando ser signos cada vez más luminosos del evangelio de Jesús para el mundo.

Todos, religiosos y no religiosos, como cristianos, hemos empezado nuestro camino con Jesús el día de nuestro bautismo, nos hemos consagrado a él, y día tras día renovamos nuestra entrega, cada uno en su género de vida. Y esperamos terminarlo, en la hora de nuestra muerte, con la luz de nuestra fe y de nuestro amor todavía encendida, siendo entonces nosotros los que seremos «presentados» en el Templo del cielo. Lo pediremos a Dios al final de nuestra Eucaristía: «así como a Simeón no le dejaste morir sin haber tenido en sus brazos a Cristo, concédenos a nosotros, que caminamos al encuentro del Señor, merecer el premio de la vida eterna».

«De nuestra carne y sangre participó también Jesús»

«Luz para alumbrar a las naciones»

«Concédenos caminar por la senda del bien, para que podamos

llegar a la luz eterna» {bendición de las candelas)

«Salimos, llenos de alegría, al encuentro del Salvador» (prefacio)