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4 tiempo ordinario – Las Bienaventuranzas-

“Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo, por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt 5, 11-12)

«Las bienaventuranzas –dice el Catecismo– responden al deseo natural de felicidad.

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Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a Fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer» (n. 1718). Todos queremos ser felices, pero con frecuencia no coincide nuestro modo subjetivo de lograrlo con lo que objetivamente nos hace bienaventurados.

La consecuencia de esta equivocación es la desilusión, la amargura, el dolor en el corazón, y la injusticia y el sufrimiento que causamos a los demás. Dios conoce perfectamente los caminos que nos hacen verdaderamente felices y nos los ha comunicado: los Mandamientos, y su perfección, las Bienaventuranzas.

Lo primero que hace falta es la humildad, la pobreza de espíritu para obedecer a Dios, siguiendo sus mandatos y consejos. Y procurar vivir así, con esas actitudes de fondo en el corazón: de mansedumbre, de desprendimiento, de castidad, de misericordia, de dar la paz, de buscar la justicia, aunque suponga ir contra corriente; viviendo así se es muy feliz, con esa felicidad que inunda el corazón, aun en medio de la persecución y de la calumnia. Pero hay que dejar nuestras ilusiones y cosas limitadas para capturar al Infinito, hay que dejar todo para ganar el Todo, hay que olvidarse de uno mismo para ganar a Dios.

¡Cuándo me daré cuenta, Señor, de que tengo que renunciar a mis criterios tan humanos y egoístas, que tengo que perder el miedo a lo que vayan a decir y hacer lo que debo, que he poner toda mi confianza en Ti, y sólo en Ti! ¡Cuándo me daré cuenta de que lo único que importa en esta vida es vivir de fe, cumpliendo lo que Tú sugieres, aunque yo no lo entienda ahora; y que sólo Tú eres el que da la felicidad terrena y eterna como premio a esa fe traducida en obras!

¿Pueden decir los demás sobre mí que soy una persona de Dios? ¿Sufro alguna contradicción por hacer lo que Dios desea; es decir, ¿noto en mi vida lo que supone ser cristiano o no me cuesta nada porque vivo según mis gustos?

Jesús Martínez García

 

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4º Domingo del Tiempo Ordinario.

El camino de la felicidad

Estamos ya en el 4º domingo de estas celebraciones ordinarias. Jesús ha elegido a sus discípulos y empieza su camino, pero empieza con una gran lección, un gran programa de vida, un gran programa de felicidad, y nos da la idea central de nuestra fe cristiana en lo que llamamos las bienaventuranzas. Vamos a escuchar con toda atención el texto de san Mateo, capítulo 5, versículo 1 al 12:

Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:

“Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros”. Mt 5,1-12

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Querido amigo, aquí vemos a Jesús que está ya empezando su plena faena de misión y elige ese marco tan natural en el pueblo judío. Va camino de Cafarnaún y aprovecha que le sigue mucha gente y sube a un monte, no para huir de ella, sino para llevar a sus discípulos aparte; se sienta, como solían hacerlo los doctores, y así empieza a enseñarles. Dice el texto que “abriendo su boca les enseñaba” y les enseñaba la verdadera doctrina. Pero dándose cuenta de que había mucha gente, baja con ellos, se para en un llano donde había un grupo numeroso de gentes y de discípulos —y la gran muchedumbre que había venido de todos los sitios, viendo a este hombre como profeta que curaba de sus enfermedades— y aprovechando esto comienza a darles el gran programa de la felicidad:

“Felices los pobres en el espíritu —les dice—, felices los mansos, felices los que lloran, felices los que tienen hambre y sed de justicia, felices los que tienen el corazón limpio”. O más bien “dichosos”. ¡Cómo vemos a Jesús que empieza a querer que se convierta a todos! Ese “convertíos” lo hace desde un camino de felicidad; una palabra que se repite ocho veces: “dichosos”, “felices”, porque Él ha venido para que todos tengamos vida y la tengamos en abundancia.

Querido amigo, yo te invito hoy a gustar, saborear cada una de las bienaventuranzas: dichoso, feliz, el que cuida al débil. Pero yo diría que todas se resumen en la primera bienaventuranza: “Felices los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. ¿Y quién es pobre? El que necesita, el que depende de alguien, el que tiene que pedir, el que experimenta a alguien que le está amando y que le está queriendo. Ése es el pobre en el espíritu. Y si eres pobre, sabremos sufrir, sabremos ser misericordiosos, sabremos ser limpios, sabremos trabajar por la paz. 

Yo diría que Jesús dice: “Los candidatos de la felicidad son los pobres y los humildes, los pobres, los que tienen necesidad de Dios, los que se abren al don gratuito de su amor”. ¡Qué contenido, qué riqueza, qué programa de vida nos da Jesús en todo este texto! “Felices, dichosos los mansos, porque ellos poseerán la tierra”, los que tienen paciencia, los que no se alteran, dichosos los que lloran, porque serán consolados; los que saben soportar todo; los que sufren, pero son consolados. Dichosos los que tienen hambre del Reino. Dichosos los misericordiosos, que socorren, que ayudan la miseria humana. Dichosos los limpios, los que tienen su corazón limpio para ver cara a cara la luz del amor de Dios. Dichosos los que son pacíficos. ¡Todos son dichosos!

¡Qué gran programa! Hoy quiero pedirle a Jesús y me uno —y quiero que estés conmigo, querido amigo— para pedirle que entienda yo estas bienaventuranzas, que me impresionen, que las haga mías, que crea en ellas, me acerque a ti pensando también: “Dichoso el que es invitado al banquete tuyo”. ¿Y quiénes son los pobres? Los que no tienen nada, los que necesitan urgentemente ayuda. Hoy no puedo seguir… y te invito, querido amigo a —despacio, muy despacio— saborear cada una de las bienaventuranzas. Es la página más importante, junto con las obras de misericordia, del Evangelio. Jesús lo afirma de forma categórica y quiere que aceptemos el camino de la felicidad. Ante todas estas gentes les da el camino para que se llenen de alegría, de esperanza, de todo. Había humildes, había pobres, había de todo, y Él dice: “Felices éstos, porque encuentran al Señor”.

Vamos a pedirle, querido amigo, y a comprometernos y a pensar: ¿cómo es mi pobreza?, ¿cómo es mi mansedumbre?, ¿cómo es mi paciencia?, ¿cómo acepto la persecución?, ¿cómo tengo el corazón limpio? Así podremos entrar en el camino de la felicidad, así podremos… y no tendremos que oír: “¡Ay de vosotros, los ricos!”. No, sino entrar en ese camino. Jesús, yo te pido hoy que sepa descubrir, descifrar cada una de las bienaventuranzas, este camino de salvación, y que comience a avivar mi vida, a avivar mi fe, a entrar contigo en esta página donde me llenas de gozo y de alegría, y me ayudas a saber sufrir y a saber soportar todo lo que me hace… y no me lleva a ser feliz; todo lo que no me lleva a ser feliz.

Gracias, Jesús, por esta página tan bella, gracias por enseñarme a ser pobre, humilde y pacífico. Que yo aprenda este camino. Madre mía de la pobreza, de la esperanza, de la mansedumbre y de la paz, ayúdame a ser pobre, a saber, sufrir, a ser misericordioso; que admire hoy esta página. ¡Qué profundidad, qué belleza! Pero ayúdame a entenderla y a practicarla. Contigo me quedo en silencio, desgranando cada una de las bienaventuranzas, cada uno de los caminitos de la felicidad.  

¡Que así sea, querido amigo!

FRANCISCA SIERRA GÓMEZ 

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«Increpó al viento y dijo al lago: ‘¡Silencio, cállate!»

Evangelio según San Marcos 4,35-41.

Al atardecer de ese mismo día, les dijo: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?».

Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!». El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo?

¿Cómo no tienen fe?». Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?».

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Leer el comentario del Evangelio por : San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte) y doctor de la Iglesia

 Estás en el mar y llega la tempestad. No puedes hacer otra cosa que gritar: «¡Señor, sálvame!» (Mt 14,30). Que te extienda su mano el que camina sin temor

sobre las olas, que saque de ti tu miedo, que ponga tu seguridad en él, que hable a tu corazón y te diga: «Piensa en lo que yo he soportado. ¿Tienes que sufrir de un mal hermano, de un enemigo de fuera de ti? ¿Es que yo no he tenido los míos? Por fuera los que rechinaban de dientes, por dentro ese discípulo que me traicionaba».

 Es verdad, la tempestad hace estragos. Pero Cristo nos salva «de la estrechez de alma y de la tempestad» (Sl 54,9 LXX). ¿Está sacudido tu barco? Quizás sea porque en ti Cristo duerme. Un mar furioso sacudía la barca en la que navegaban los discípulos y, sin embargo, Cristo dormía. Pero por fin llegó el momento en que los hombres se dieron cuenta que estaba con ellos el amo y creador de los vientos. Se acercaron a Cristo, le despertaron: Cristo increpó a los vientos y vino una gran calma.

 Con razón tu corazón se turba si te has olvidado de aquel en quien has creído; y tu sufrimiento se te hace insoportable si el recuerdo de todo lo que Cristo ha sufrido por ti, está lejos de tu espíritu. Si no piensas en Cristo, él duerme. Despierta a Cristo, llama a tu fe. Porque Cristo duerme en ti si te has olvidado de su Pasión; y si te acuerdas de su Pasión, Cristo vela en ti. Cuando habrás reflexionado con todo tu corazón lo que Cristo ha sufrido, ¿no podrás soportar tus penas con firmeza cuando te lleguen? Y con gozo, quizás, a través del sufrimiento, te encontrarás un poco semejante a tu Rey. Sí, cuando estos pensamientos empezarán a consolarte, a producirte gozo, has de saber que es Cristo que se ha levantado y ha increpado a los vientos; de él vendrá la paz que has experimentado. «Yo esperaba, dice un salmo, al que me salvaría de la estrechez de alma y de la tempestad».

 

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Santo Tomás de Aquino!

Queridos hermanos y hermanas:

Después de algunas catequesis sobre el sacerdocio y mis últimos viajes, volvemos hoy a nuestro tema principal, es decir, a la meditación de algunos grandes pensadores de la Edad Media. Últimamente habíamos visto la gran figura de san Buenaventura, franciscano, y hoy quiero hablar de aquel a quien la Iglesia llama el Doctor communis: se trata de santo Tomás de Aquino. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio recordó que «la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología» (n. 43). No sorprende que, después de san Agustín, entre los escritores eclesiásticos mencionados en el Catecismo de la Iglesia católica, se cite a santo Tomás más que a ningún otro, hasta sesenta y una veces. También se le ha llamado el Doctor Angelicus, quizá por sus virtudes, en particular la sublimidad del pensamiento y la pureza de la vida.

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Tomás nació entre 1224 y 1225 en el castillo que su familia, noble y rica, poseía en Roccasecca, en los alrededores de Aquino, cerca de la célebre abadía de Montecassino, donde sus padres lo enviaron para que recibiera los primeros elementos de su instrucción. Algunos años más tarde se trasladó a la capital del reino de Sicilia, Nápoles, donde Federico II había fundado una prestigiosa universidad. En ella se enseñaba, sin las limitaciones vigentes en otras partes, el pensamiento del filósofo griego Aristóteles, en quien el joven Tomás fue introducido y cuyo gran valor intuyó inmediatamente. Pero, sobre todo, en aquellos años trascurridos en Nápoles nació su vocación dominica. En efecto, Tomás quedó cautivado por el ideal de la Orden que santo Domingo había fundado pocos años antes. Sin embargo, cuando vistió el hábito dominico, su familia se opuso a esa elección, y se vio obligado a dejar el convento y a pasar algún tiempo con su familia.

En 1245, ya mayor de edad, pudo retomar su camino de respuesta a la llamada de Dios. Fue enviado a París para estudiar teología bajo la dirección de otro santo, Alberto Magno, del que hablé recientemente. Alberto y Tomás entablaron una verdadera y profunda amistad, y aprendieron a estimarse y a quererse, hasta tal punto que Alberto quiso que su discípulo lo siguiera también a Colonia, donde los superiores de la Orden lo habían enviado a fundar un estudio teológico. En ese tiempo Tomás entró en contacto con todas las obras de Aristóteles y de sus comentaristas árabes, que Alberto ilustraba y explicaba.

En ese período, la cultura del mundo latino se había visto profundamente estimulada por el encuentro con las obras de Aristóteles, que durante mucho tiempo permanecieron desconocidas. Se trataba de escritos sobre la naturaleza del conocimiento, sobre las ciencias naturales, sobre la metafísica, sobre el alma y sobre la ética, ricas en informaciones e intuiciones que parecían válidas y convincentes. Era una visión completa del mundo desarrollada sin Cristo y antes de Cristo, con la pura razón, y parecía imponerse a la razón como «la» visión misma; por tanto, a los jóvenes les resultaba sumamente atractivo ver y conocer esta filosofía. Muchos acogieron con entusiasmo, más bien, con entusiasmo acrítico, este enorme bagaje del saber antiguo, que parecía poder renovar provechosamente la cultura, abrir totalmente nuevos horizontes. Sin embargo, otros temían que el pensamiento pagano de Aristóteles estuviera en oposición a la fe cristiana, y se negaban a estudiarlo. Se confrontaron dos culturas: la cultura pre-cristiana de Aristóteles, con su racionalidad radical, y la cultura cristiana clásica. Ciertos ambientes se sentían inclinados a rechazar a Aristóteles por la presentación que de ese filósofo habían hecho los comentaristas árabes Avicena y Averroes. De hecho, fueron ellos quienes transmitieron al mundo latino la filosofía aristotélica. Por ejemplo, estos comentaristas habían enseñado que los hombres no disponen de una inteligencia personal, sino que existe un único intelecto universal, una sustancia espiritual común a todos, que actúa en todos como «única»: por tanto, una despersonalización del hombre. Otro punto discutible que transmitieron esos comentaristas árabes era que el mundo es eterno como Dios. Como es comprensible se desencadenaron un sinfín de disputas en el mundo universitario y en el eclesiástico. La filosofía aristotélica se iba difundiendo incluso entre la gente sencilla.

Tomás de Aquino, siguiendo la escuela de Alberto Magno, llevó a cabo una operación de fundamental importancia para la historia de la filosofía y de la teología; yo diría para la historia de la cultura: estudió a fondo a Aristóteles y a sus intérpretes, consiguiendo nuevas traducciones latinas de los textos originales en griego. Así ya no se apoyaba únicamente en los comentaristas árabes, sino que podía leer personalmente los textos originales; y comentó gran parte de las obras aristotélicas, distinguiendo en ellas lo que era válido de lo que era dudoso o de lo que se debía rechazar completamente, mostrando la consonancia con los datos de la Revelación cristiana y utilizando amplia y agudamente el pensamiento aristotélico en la exposición de los escritos teológicos que compuso. En definitiva, Tomás de Aquino mostró que entre fe cristiana y razón subsiste una armonía natural. Esta fue la gran obra de santo Tomás, que en ese momento de enfrentamiento entre dos culturas —un momento en que parecía que la fe debía rendirse ante la razón— mostró que van juntas, que lo que parecía razón incompatible con la fe no era razón, y que lo que se presentaba como fe no era fe, pues se oponía a la verdadera racionalidad; así, creó una nueva síntesis, que ha formado la cultura de los siglos sucesivos.

Por sus excelentes dotes intelectuales, Tomás fue llamado a París como profesor de teología en la cátedra dominicana. Allí comenzó también su producción literaria, que prosiguió hasta la muerte, y que tiene algo de prodigioso: comentarios a la Sagrada Escritura, porque el profesor de teología era sobre todo intérprete de la Escritura; comentarios a los escritos de Aristóteles; obras sistemáticas influyentes, entre las cuales destaca la Summa Theologiae; tratados y discursos sobre varios temas. Para la composición de sus escritos, cooperaban con él algunos secretarios, entre los cuales el hermano Reginaldo de Piperno, quien lo siguió fielmente y al cual lo unía una fraterna y sincera amistad, caracterizada por una gran familiaridad y confianza. Esta es una característica de los santos: cultivan la amistad, porque es una de las manifestaciones más nobles del corazón humano y tiene en sí algo de divino, como el propio santo Tomás explicó en algunas quaestiones de la Summa Theologiae, donde escribe: «La caridad es la amistad del hombre principalmente con Dios, y con los seres que pertenecen a Dios» (II, q. 23, a.1).

No permaneció mucho tiempo ni establemente en París. En 1259 participó en el capítulo general de los dominicos en Valenciennes, donde fue miembro de una comisión que estableció el programa de estudios en la Orden. De 1261 a 1265 Tomás estuvo en Orvieto. El Romano Pontífice Urbano IV, que lo tenía en gran estima, le encargó la composición de los textos litúrgicos para la fiesta del Corpus Christi, que celebraremos mañana, instituida a raíz del milagro eucarístico de Bolsena. Santo Tomás tuvo un alma exquisitamente eucarística. Los bellísimos himnos que la liturgia de la Iglesia canta para celebrar el misterio de la presencia real del Cuerpo y de la Sangre del Señor en la Eucaristía se atribuyen a su fe y a su sabiduría teológica. Desde 1265 hasta 1268 Tomás residió en Roma, donde, probablemente, dirigía un Studium, es decir, una casa de estudios de la Orden, y donde comenzó a escribir su Summa Theologiae (cf. Jean-Pierre Torrell, Tommaso d’Aquino. L’uomo e il teologo, Casale Monferrato, 1994, pp. 118-184).

En 1269 lo llamaron de nuevo a París para un segundo ciclo de enseñanza. Los estudiantes, como se puede comprender, estaban entusiasmados con sus clases. Uno de sus ex alumnos declaró que era tan grande la multitud de estudiantes que seguía los cursos de Tomás, que a duras penas cabían en las aulas; y añadía, con una anotación personal, que «escucharlo era para él una felicidad profunda». No todos aceptaban la interpretación de Aristóteles que daba Tomás, pero incluso sus adversarios en el campo académico, como Godofredo de Fontaines, por ejemplo, admitían que la doctrina de fray Tomás era superior a otras por utilidad y valor, y servía como correctivo a las de todos los demás doctores. Quizá también por apartarlo de los vivos debates de entonces, sus superiores lo enviaron de nuevo a Nápoles, para que estuviera a disposición del rey Carlos I, que quería reorganizar los estudios universitarios.

Tomás no sólo se dedicó al estudio y a la enseñanza, sino también a la predicación al pueblo. Y el pueblo de buen grado iba a escucharle. Es verdaderamente una gran gracia cuando los teólogos saben hablar con sencillez y fervor a los fieles. El ministerio de la predicación, por otra parte, ayuda a los mismos estudiosos de teología a un sano realismo pastoral, y enriquece su investigación con fuertes estímulos.

Los últimos meses de la vida terrena de Tomás están rodeados por un clima especial, incluso diría misterioso. En diciembre de 1273 llamó a su amigo y secretario Reginaldo para comunicarle la decisión de interrumpir todo trabajo, porque durante la celebración de la misa había comprendido, mediante una revelación sobrenatural, que lo que había escrito hasta entonces era sólo «un montón de paja». Se trata de un episodio misterioso, que nos ayuda a comprender no sólo la humildad personal de Tomás, sino también el hecho de que todo lo que logramos pensar y decir sobre la fe, por más elevado y puro que sea, es superado infinitamente por la grandeza y la belleza de Dios, que se nos revelará plenamente en el Paraíso. Unos meses después, cada vez más absorto en una profunda meditación, Tomás murió mientras estaba de viaje hacia Lyon, a donde se dirigía para participar en el concilio ecuménico convocado por el Papa Gregorio x. Se apagó en la abadía cisterciense de Fossanova, después de haber recibido el viático con sentimientos de gran piedad.

La vida y las enseñanzas de santo Tomás de Aquino se podrían resumir en un episodio transmitido por los antiguos biógrafos. Mientras el Santo, como acostumbraba, oraba ante el crucifijo por la mañana temprana en la capilla de San Nicolás, en Nápoles, Domenico da Caserta, el sacristán de la iglesia, oyó un diálogo. Tomás preguntaba, preocupado, si cuanto había escrito sobre los misterios de la fe cristiana era correcto. Y el Crucifijo respondió: «Tú has hablado bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu recompensa?». Y la respuesta que dio Tomás es la que también nosotros, amigos y discípulos de Jesús, quisiéramos darle siempre: «¡Nada más que tú, Señor!» (ib., p. 320).

BENEDICTO XVI

Audiencia del miércoles 2 de junio de 2010