Evangelio de S. Lucas 4, 21-30–ciclo C
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga:
– «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios.
Y decían: – «¿No es éste el hijo de José?»
Y Jesús les dijo: – «Sin duda me recitaréis aquel refrán: «Médico, cúrate a ti mismo»; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm.» Y añadió: «Os aseguro ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos habla en Israel en tiempos del profeta Elíseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
Mes: enero 2016
Al atardecer…
Evangelio: San Marcos 4,35-41
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla.» Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?» Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!» El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?» Se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Tu corazón esta sacudido por las olas; el ultraje ha suscitado en ti el deseo de venganza. Y ya está: te has vengado…, y has naufragado. ¿Por qué? Porque Cristo se durmió en ti, es decir, tú te has olvidado de Cristo. Despierta, pues, a Cristo, acuérdate de Cristo, que Cristo se despierte en ti… ¿Te has olvidado de la palabra que dijo estando en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen»? (Lc 23,34). El que se durmió en tu corazón rechazó vengarse.
Despierta, acuérdate de Él. Su recuerdo es su palabra, es su mandamiento. Y cuando habrás desvelado a Cristo en ti, te dirás a ti mismo: «¿Qué clase de hombre soy yo para quererme vengar?… El que ha dicho: ‘Dad y recibiréis; perdonad y seréis perdonados’ (Lc 6,37) no me acogerá si me vengo. Así es que, reprimiré mi cólera, y mi corazón hallará el descanso». Cristo mandó al mar y el mar se calmó… Despierta a Cristo, deja que te hable. «¿Quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!» ¿Quién es este que hasta el mar le obedece? «Suyo es el mar porque él lo hizo» (Sl 94,5); «todo ha sido creado por él» (Jn 1,3). Será mejor que imites a los vientos y al mar: obedece a tu Creador. El mar escucha la orden de Cristo ¿y tu serás sordo? El mar obedece, el viento se calma, y ¿tú seguirás soplando?… Habla, actúa, urde maquinaciones, ¿no es esto soplar y rechazar calmarte al mandato de Cristo? Cuando tu corazón está turbado, no dejes que las olas te sumerjan.
Y si, sin embargo, el viento nos derriba –porque no somos más que hombres- y excita las pasiones malas de nuestro corazón, no nos desesperemos. Desvelemos a Cristo, para poder seguir nuestro viaje sobre un mar calmado y llegar a la patria.
San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte) y doctor de la Iglesia
Necesito de toda la misericordia de Dios.
«¡Dios tenga misericordia de mí! encomiéndame mucho a Él, que no sabes cuánto, cuánto lo necesito, no te imaginas mis grandes necesidades», le dice Concepción Cabrera a su hija Religiosa de la Cruz. Todos necesitamos de la misericordia de Dios: somos criaturas limitadas y mortales, personas frágiles y contradictorias; hemos «pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión».
En vez de negarlos o camuflarlos, reconozcamos nuestros pecados, miserias, incoherencias, fallas, errores… Reconozcámoslos, sí, pero sin agredirnos ni deprimirnos, sino con una actitud misericordiosa hacia nosotros mismos, que nos hace reírnos un poco de nuestra pequeñez y tontera y nos lanza a acoger la misericordia que Dios nos ofrece.
Sólo el soberbio, por su ceguera y arrogancia, cree no necesitar de la misericordia de Dios. Esto lo priva de gozar del cálido abrazo del Padre que corre a nuestro encuentro, en cuanto damos el menor signo de querer recibir su misericordia (Lc 15,20).
«Dios es amor» (1Jn 4,8); Dios es amistad y misericordia. Amistad, en lo que se refiere a las relaciones al interior de la Trinidad; misericordia, en lo que se refiere a la creación, en especial al ser humano. Creamos que nuestro Dios es misericordia; creamos que «se complace en ser misericordioso» (Miq 7,18).
Si estamos enfermos y Dios es médico y medicina, si somos miserables y Dios es misericordia, lo lógico es que acudamos anhelantes a Dios y aprovechemos el caudal de ternura y perdón que brota de su corazón y sus entrañas.
Y, como decimos en el “Yo confieso”, pidamos a otros que intercedan por nosotros ante Dios. Le dice Concepción a Teresa de María: «No me olvides en tus oraciones, que soy muy pobre y necesito de toda la misericordia de Dios para que perdone mis yerros»
Fernando Torre, msps.
El reino de Dios…
Evangelio: San Marcos 4,26-34
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.»
Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.» Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.