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RENOVACIÓN!

crenciasLucas 4,24-30. Después de su bautismo, Jesús entró en la sinagoga de Nazaret y leyó el pasaje de Isaías que anunciaba el año de gracia, confirmando a sus oyentes judíos el cumplimiento de las profecías. Pero Jesús no es acogido por los suyos. ¡Nadie es profeta en su tierra! Ni Elias ni Elíseo fueron enviados a los israelitas, sino a la viuda de Sarepta o a Naamán el leproso. «Los paganos, que no tenían por meta una rehabilitación, escribirá Pablo, consiguieron una rehabilitación, la rehabilitación por la fe. Israel, en cambio, que tenía por meta una Ley rehabilitadora, no llegó a la Ley» (Rom 9,30-31).
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Sobre el Salmo 41:
Vosotros que tenéis sed, que estáis secos,
venid a la fuente, subid hasta Dios.
Seguid al Hijo del Hombre hasta la cruz.
De su costado abierto brotará
el agua viva del Espíritu.
«Mi alma tiene sed del Dios vivo». La verdadera conversión se apoya en un gran deseo: conocer a Dios. Todo lo demás es egocentrismo sin horizonte. Naamán es un leproso, y sólo será curado cuando supere la obsesión por sanar y se abra al reconocimiento de Dios.
A este respecto, la simplicidad de los medios por los que Dios se revela y realiza su obra previene contra la tentación de fabricarse un dios «útil para todas las necesidades de la existencia». El Jordán no es más que un río, y el bautismo un baño de agua. La ingenuidad del simbolismo apela a la fe, sin la que no se daría nada. No se bautiza uno para acumular gracias útiles; se bautiza, simplemente, para encontrar al Señor y vivir de él. Fuente de un gran deseo. Las palabras de Jesús en Nazaret están también marcadas por esta sencillez que desarma. No sólo Jesús declara ingenuamente: «Hoy se ha cumplido la Palabra», sino que se presenta como el que va a renovar la historia, aunque él sea un hombre entre los hombres. Un conciudadano.
En esto se apoya la gran renovación evangélica. Una fe anclada en el corazón y fundada en signos tan tenues como un hombre sin poder o el símbolo de un agua viva. Lo que Dios viene a renovar es el corazón del hombre. ¿Lo conseguirá frente a los maestros de Israel, que han edificado un sistema de leyes y ritbs en el que el corazón, a la postre, no cuenta para nada? Hoy, y de un modo aún más banal, son los habitantes de Nazaret quienes se encogen de hombros. Pero basta con que Jesús les redarguya con las Escrituras para que su furor llegue al extremo de pretender acabar con él de una vez por todas.
«Pero él, pasando por en medio de ellos, siguió su camino». Camino de la cruz. El único por el que Dios ha encontrado paso para renovar el corazón del hombre.
***
Nuestra alma tiene sed de ti, oh Dios vivo;
nuestro corazón te busca día y noche.
Abre nuestros ojos a tu luz,
revelada en tu Hijo, hombre entre los hombres;
que ella nos indique el camino de la vida,
para que, siguiendo a Jesús hasta el final,
podamos conocer tu rostro y tu gloria.
Tú, el Dios fiel
que haces nuevas todas las cosas.
Marcel Bastin
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De la «LA ACEPTACIÓN DE UNO MISMO»

 Deseo de cambio y aceptación de lo que somos

Recordar la necesidad de «aceptarnos como somos», con nuestras miserias y nuestras limitaciones. Y quizá podríamos objetar: ¿no es esto fruto de la pasividad o de la pereza? ¿Qué ocurre entonces con el deseo de progresar, de cambiar, de vencerse para mejorar? ¿Acaso no nos invita el Evangelio a la conversión: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto?`.

El deseo de mejorar, de tender sin descanso al propio vencimiento para crecer en perfección, es evidentemente indispensable: dejar de progresar es dejar de vivir. Quien no quiere ser santo, no conseguirá serlo. A fin de cuentas, Dios nos da lo que nosotros deseamos, ni más ni menos. Pero para ser santos tenemos que aceptarnos como somos. Estas dos actitudes sólo son contradictorias en apariencia: debamos vivir la aceptación de nuestras limitaciones, pero sin consentir resignarnos a la mediocridad; debamos albergar deseos de cambio, pero sin que éstos impliquen un rechazo más o menos consciente de nuestras debilidades o una no aceptación de nosotros mismos.

 

El secreto es muy sencillo: se trata de comprender que no se puede transformar de un modo fecundo lo real si no se comienza por aceptarlo; y se trata también de tener la humildad de reconocer que no podemos cambiar por nuestras propias fuerzas, sino que todo progreso, toda victoria sobre nosotros mismos, es un don de la gracia divina. Esta gracia para cambiar no la obtendré si no la deseo, pero para recibir la gracia que me ha de transformar es preciso que me acoja y me acepte tal como soy.

 

La mediación de la mirada de Otro

La tarea de aceptarse a uno mismo es bastante más difícil de lo que parece. El orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de nuestra poca valía están firmemente enraizados en nosotros. Basta con constatar lo mal que llevamos nuestras caídas, nuestros errores y nuestras debilidades; cuánto nos pueden desmoralizar y crear en nosotros sentimientos de culpa o inquietud.

 

Creo que no somos realmente capaces de aceptarnos a nosotros mismos si no es bajo la mirada de Dios. Para amarnos necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que, como el Señor por boca de Isaías, nos diga: Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo`.En este sentido, existe una experiencia humana muy común: la jovencita que, creyéndose fea (cosa que, curiosamente, les ocurre a muchas jovencitas, incluso a las que son guapas), comienza a pensar que no es tan horrorosa el día que un joven se fija en ella y posa sobre su rostro su tierna mirada de enamorado.

Para amarnos y aceptarnos como somos tenemos una necesidad vital de la mediación de la mirada de otro. Esa mirada puede ser la de un padre, un amigo o un director espiritual, pero por encima de todas ellas se encuentra la mirada de nuestro Padre Dios: la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo. Creo que el mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la perseverancia en la oración es que, un día u otro, percibirá posada sobre él esa mirada y se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptarse plenamente a sí mismo.

 

Todo lo dicho trae consigo una importante consecuencia: cuando el hombre se aparta de Dios, desgraciadamente se priva al mismo tiempo de toda posibilidad real de amarse a sí mismo. Esto se observa claramente en la evolución de la cultura moderna. El hombre que se aparta de Dios acaba perdiendo el sentido de su dignidad y aborreciéndose a sí mismo. Resulta chocante comprobar -en los medios de comunicación, por ejemplo- cómo el humor se vuelve cada vez menos compasivo y amable y mucho más corrosivo. En ocasiones, también el arte es incapaz de reproducir la belleza del rostro humano. Y a la inversa: quien no se ama a sí mismo, se aparta de Dios, como hemos explicado un poco antes. En el Diálogo de carmelitas, de Bemanos, la anciana priora dirige estas palabras a la joven Blanche de la Force: «Ante todo no te desprecies nunca. Es muy difícil despreciarse sin ofender a Dios en nosotros».

Me gustaría concluir este punto citando un breve pasaje del hermoso libro de Henri Nouwen Le retour de l’Enfant prodigue»: «Durante mucho tiempo consideré la imagen negativa que tenía de mí como una virtud. Me habían prevenido tantas veces contra el orgullo y la vanidad que llegué a pensar que era bueno despreciarme a mí mismo. Ahora me doy cuenta de que el verdadero pecado consiste en negar el amor primero de Dios por mí, en ignorar mi bondad original. Porque, si no me apoyo en ese amor primero y en esa bondad original, pierdo el contacto con mi auténtico yo y me destruyo».

Tomado del libro : LA LIBERTAD INTERIOR de JACQUES PHILIPPE

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¿Cuánto Vales?

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¿No se venden acaso cinco pajaritos por dos monedas?
Y, sin embargo, Dios no olvida a ninguno de ellos.
En cuanto a ustedes, hasta los cabellos
de su cabeza están contados.
No teman, pues, ustedes valen más que muchos pajarillos.
(Lc 12, 6-7)
Cada uno tiene su importancia, su valor. Cada cual quiere ser considerado por lo que vale. ¡Cuánto nos duele cuando nos atropellan! Algo  adentro nos dice que somos importantes. Eso de ser “imagen y semejanza de Dios” impone cierto protocolo. ¿Cómo nos “cotiza” Dios? Todo lo que hace Dios es bueno: lo hace por gusto y con una infinita habilidad. Sus cosas le salen bien. Las pifias que encontramos en nosotros no son de Él. Son el resultado de nuestra intervención, de nuestro actuar.
Entre tantas criaturas, todas buenas, que Dios hace, Él hace la diferencia. No confunde nunca una cosa con un ser humano. A sus ojos tenemos más precio que los pajaritos. Ser amigos de los animales, está bien. Pero mejor ser superamigos de los humanos.
Hay una corriente de ideas que confunde todo en un gran TODO: tú, la rana, el pino, Dios…Según eso compartiríamos por igual la misma vida. Esa nos es exactamente la idea de Dios. Si Dios nos distingue, debemos asumir nuestra condición y nuestra responsabilidad en este mundo.
En esto debemos reconocer nuestro lugar delante de Dios y respetarlo. Dios no es el copiloto de nadie, ni su socio. A Dios no lo tenemos para nuestros encargos. Él es EL SEÑOR. Por otra parte admitamos que en este mundo tenemos más responsabilidad que una rana. Debemos asumirlo.
Además si Dios valora al hombre, mal haremos al despreciarlo. Aprovecharse de alguien indefenso, engañar a otro y dañar su reputación es despreciar al hombre. También lo es abusar de su buena voluntad, no brindar una ayuda, ser ingrato, ofensivo, prepotente.
El respeto a los demás es una actitud profunda, no circunstancial. Cualquier atropello, daño o desprecio a una persona, aun la más humilde, molesta a Dios.
Oración Salmo 8
¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso es tu Nombre
por la tierra!
Tu gloria por encima de los cielos
es cantada por labios infantiles.
Al ver tus cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que fijaste,
¿quién es el hombre,
para que te acuerdes de él,
el hijo de Adán,
para que de él cuides?
Apenas inferior a un dios lo hiciste,
coronándolo de gloria y grandeza;
le entregaste las obras de tus manos,
bajo sus pies has puesto cuanto existe:
ovejas y bueyes todos juntos
como también las fieras salvajes,
aves del cielo y peces del mar
que andan por las sendas de los mares.
¡Oh Señor, nuestro Dios,
qué glorioso tu Nombre por la tierra!

Padre Guido Blanchette B., O.M.I.

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EL CULTO Y LA LEY!

 «Es amor lo que quiero, no sacrificios», pues «toda la ley se resume en una palabra: ¡amarás!». Los profetas Oseas y Jeremías lo habían dicho y repetido: el único sacrificio que agrada a Dios es el de un corazón sincero; el amor es el horizonte de toda la religión. ¿Por qué, entonces, encontró Jesús una oposición tan feroz cuando puso de manifiesto estos datos fundamentales de la fe? Sin duda, porque con ello ponía en evidencia a los fariseos y a los sacerdotes… Los unos habían transformado la ley de libertad en comportamientos estereotipados; los otros habían hecho del culto un contrato sin alma. Para que el corazón recuperara su lugar central en la religión fue necesario que el profeta Jesús muriese por haber amado hasta el final.
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Dios lo hace todo nuevo, incluido el corazón del hombre. Es el Dios de la mañana, de la primavera y de la aurora. Al leproso le da una carne como la de un niño pequeño, y a su pueblo la verdeante hermosura de las colinas del Líbano. Pero el pueblo es sordo y obstinado; retrocede en lugar de avanzar; la fidelidad ha muerto, pues su amor es fugaz como la bruma de la mañana. Pueblo duro que ignora la piedad con la que Dios le ha gratificado sin medida.
Pueblo que no quiere acoger al profeta en su propia patria y se cierra en una ceguera estúpida cuando el Mesías hace resonar en sus muros la llegada del Reino de Dios. ¿Cómo podría Dios hacerlo aún todo nuevo? A veces, un hombre presiente la novedad. Aquí un escriba, allí un publicano.
Este se mantiene a la sombra del Templo, repitiendo humildemente la oración de su corazón: «Ten piedad de mí, pues soy pecador». El otro ha comprendido que el amor vale más que todos los sacrificios. Gracias a esta clase de hombres llega el Reino de Dios.
Un Reino donde se cumple la ley reduciéndola a la sencillez de su plenitud. Ley del corazón y del amor que se desarrolla en acción de gracias: «Señor, con todo el corazón te seguimos, buscamos tu rostro; acógenos, no retires tu misericordia, no repudies tu Alianza». La Ley brota de la Alianza: conduce al «sacrificio de acción de gracias», que vale más que todos los holocaustos. «¡Vuelve, Israel! Volved al Señor y decid a Dios: te ofrecemos en sacrificio las palabras de nuestros labios!». Se trata de un culto nuevo que supera los ritos para florecer en el perdón incansable y en la humildad del publicano. De este modo se cumple la ley: amar a Dios, amar al prójimo.
No hay nada que añadir, porque, cuando el hombre vive así su religión, Dios ha hecho nuevas todas las cosas.
Marcel Bastin