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Éste es el pan que ha bajado del cielo…

San Juan 6,52-59
En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.» Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
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Jesús insiste sobre lo mismo de antes: lo que hay que seguir no es la Ley o una doctrina, sino su proyecto. Jesús pide la aceptación al reino, que implica una aceptación a su persona. Jesús pretende ser el único maestro, de manera que sus discípulos no pueden buscar a otro ni aspirar a serlo (Mt 23,8). Además, la palabra de Jesús tiene un valor decisivo: sólo sobre ella se puede edificar auténticamente la vida (Mt 7,24-27); y sólo quien la acoja será acogido por el Padre en el último día (Mc 8,38). Por tanto, la doble dimensión de «comer mi carne« y «beber mi sangre» tiene un sentido eminentemente eucarístico. «Comer mi carne» implica adhesión y seguimiento a Jesús de Nazaret, que nos invita a vivir su proyecto en nuestro contexto histórico concreto: en la familia, en el trabajo, o en una sociedad que a veces gusta de un Jesús «por las nubes», porque le resulta demasiado exigente el Cristo con cuerpo y sangre del Evangelio. La sangre simboliza «don de vida»; por tanto, beber la sangre de Jesús implica una adhesión al Jesús de la vida, como un don siempre disponible para sembrar, dar y recoger.
Autor: Padre Juan Alarcón Cámara S.J
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FELIZ 28 DE JULIO!!

Queridos amigos, este 28 de Julio celebramos en el Perú el 194 Aniversario de nuestra Independencia, recordando Las emotivas palabras del General Dn. José de San Martín :
«El Perú es libre e independiente por la voluntad general de sus pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende», dando inicio a nuestra vida Republicana.

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– VIVA EL PERÚ….!!!
– VIVA MI PATRIA!!!
– FELIZ 28 DE JULIO!!!
– FELICES FIESTAS PATRIAS PERU……
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«Si quieres, puedes purificarme»

Evangelio según San Marcos 1, 40-45.
Entonces se le acercó un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: «Si quieres, puedes purificarme».
Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado».
En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente:
«No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a él de todas partes.
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El leproso es el caso extremo y el prototipo de la marginación religiosa y social impuesta por la Ley (Lv 13,45s). Por su condición de impuro, y según lo que se enseña en la sinagoga, este hombre cree estar excluido del acceso al reino de Dios.
La figura del leproso pone en evidencia el daño social que hacían las prescripciones discriminatorias de la ley de lo puro y lo impuro y es exponente de la dureza y falta de amor en que formaba el sistema judío a sus adictos, marginando sin piedad a quienes necesitarían ayuda. La experiencia de Jesús al terminar su labor en Galilea es que una parte de Israel, de la que el leproso representa el caso extremo, está marginada por motivos religiosos, y se le niega la posibilidad de salvación.
El leproso estaba obligado a mantenerse a distancia de los sanos; al acercarse a Jesús, está violando la Ley, pero su angustia lo hace arriesgarse; de rodillas, temiendo un castigo por su atrevimiento; si quieres, puedes, se dice de Dios en Sab 12,18. El leproso ve en Jesús un poder divino.
La reacción de Jesús no es la que teme el leproso: al ver la miserable situación de aquel hombre, Jesús se conmueve; este verbo se usaba en el judaísmo solamente de Dios; en el NT, sólo de Jesús: el amor entrañable de Dios por los hombres se manifiesta en Jesús. El no reconoce marginación alguna; la establecida por la Ley no corresponde a lo que Dios es y quiere: el reinado de Dios no excluye a nadie de la salvación. Violando la Ley (Lv 5,3; Nm 5,2), Jesús toca al leproso y éste queda limpio de la lepra.
El leproso esperaba que Jesús restableciese su relación con Dios, que por sí solo -pensaba él- no podía alcanzar. Creía que al estar marginado por la institución religiosa también Dios lo rechazaba. De ahí su insistencia en ser purificado (limpiado). Su idea de Dios es la de los maestros oficiales: la de un Dios que no ama ni acepta a todos los hombres, sino solamente a los que cumplen ciertas condiciones de pureza física o ritual.
Por eso no le basta estar curado; tiene que convencerse de que ninguna marginación procede de Dios; la Ley que la prescribe es cosa humana. Debe independizarse de la institución religiosa, convenciéndose de que su modo de actuar no expresa lo que Dios es; si no lo hace, estará siempre a su arbitrio y podrá ser marginado de nuevo.
Por haberse creído marginado por Dios, Jesús le regaña; para hacerlo cambiar de mentalidad (sacarlo fuera) le hace ver las severas y costosas condiciones que le impone la institución para admitirlo. Tiene que comparar al Dios amoroso que se manifiesta en Jesús con el Dios duro y exigente que propone la institución. Los ritos impuestos por Moisés (no por Dios; cf. Lv 14,1-32) demuestran la dureza de aquel pueblo (como prueba contra ellos, cf. Dt 31,26).
Cuando el marginado se convence (al salir), su alegría es grande y difunde la noticia. Jesús ha tomado postura pública contra la marginación religiosa y contra la Ley que la prescribe. En consecuencia, queda marginado; no puede entrar abiertamente en los lugares donde hay sinagoga (ciudades/pueblos), pero aumenta el número de marginados que acuden a él. Se abre así el Reino a todos los excluidos como impuros por la Ley y la institución judía.
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La vocación: un ideal de servicio….

Tarde o temprano nos encontramos con alguna inconformidad ante nuestro futuro: que si nos gustaría ser el mejor futbolista, el médico más renombrado, el artista más famoso, el empresario más rico, el joven más guapo, el jurista más prestigioso, etc.; y en esos deseos tan vanos centramos nuestra atención y nuestras ilusiones. Pero no, la respuesta a nuestras inquietudes no está en el deseo de ser esto o lo otro; del éxito, la fama o el dinero que nos gustaría poseer. No, es algo más hondo. La clave radica en el hecho del ideal, «donde están tus ideales deberían estar tus ilusiones», podríamos decir. Obviamente es preciso saber primero qué son y si poseemos ideales.
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Los seres humanos necesitamos vivir por algo que valga la pena. Los ideales son motores que nos empujan a actuar con decisión. Todo hombre, en un momento de su vida, busca naturalmente un ideal, un sentido; vivir sin ello es permanecer con un hondo vacío que hace experimentar la inconformidad, la desazón, etc. Un ideal no es lo mismo que un capricho, que un berrinche o que un impulso emanado del ímpetu, la fogosidad o el arrebato. El impulso hace alusión a momento pasajero; ideal huele a algo de mayor alcance. Ambos pueden tener en común la ilusión, pero el resultado del binomio es distinto.
Ilusión e ideal es referirse a dos tipos de miras, a dos bifurcaciones de un mismo camino que es la vida: primeramente nos podemos rendir a los pies del goce inmediato, del triunfo fácil, del ambiente común, de la satisfacción pasajera; podemos dejarnos imbuir por la atmósfera de consumismo, sexo, droga y libertinaje creyendo encontrar en ellos la alegría consumada. Esto es reducirse a la creencia extendida de que no hay nada después de la muerte. Es el vivir el «aquí y ahora» sin pensar en que estamos llamados a la eternidad, a una vida sin fin.
La experiencia de otros hombres nos dice que son salidas fáciles, en un primer momento placenteras, pero a la larga dolorosas. Aquí, más que hallarnos ante la puerta de un ideal, nos encontramos en sus antípodas, en el polo opuesto que nos reduce a mirar el mundo como lo único que poseemos impidiéndonos ver que hay algo más que nos supera y a lo cual podemos aspirar.
El segundo camino es uno hondamente enraizado en nuestro interior: el trascender, el no conformarse con vivir para morir, con que la vida sea tan corta. ¿A quién no le ha nacido de manera natural una reflexión sobre la fugacidad de la vida y un sano reproche e inconformismo a creer que hemos sido creados para un lapso tan breve de tiempo? Venimos a la existencia con una seguridad: que algún día desapareceremos. ¿Y podemos permanecer tan inmutados ante semejante hecho? Obviamente que no. Dentro de nosotros algo nos dice que hemos sido creados para la inmortalidad.
Cuando uno tiene presente todo esto, los ensueños se perfilan, traslucen y purifican; los ideales cobran un nuevo cariz y la vida se redimensiona. Es así, ante reflexiones tan sencillas, ante una elección afirmativa a la trascendencia que exige, en consecuencia compromiso, como se ha consumado la felicidad de millones de seres humanos que han encontrado en su vocación el plan concreto para llevar a cumplimiento su ideal.
El ideal del hombre, su programa de trabajo es la vocación. ¿La vocación? Sí, la vocación y no hay por qué temblar. Toda vocación entronca directamente en la única vía que porta a la trascendencia: el servicio. Y el servicio es, por relación lógica, el mayor, el primer fruto de la felicidad, el resultado de un corazón ardoroso.
Si, como dice la máxima paulina «hay más gozo en dar que en recibir», todos deberíamos estar gozosos. Evidentemente en un primer momento no es así pues hay una cadena de reacciones detrás: las ilusiones se afianzan con el trabajo de la decisión, las decisiones van enriqueciendo y fortaleciendo el ideal, y el ideal conlleva al encuentro de la vocación propia que se moverá siempre en el ámbito común del servicio.
No puede parecernos extraño que sean las personas desprendidas de sí las más felices ni que, caso contrario, las más egoístas sean las más infelices. Nuestra sed de felicidad trasciende los deseos mundanos de fama, dinero y éxito. Esa sed traslada a la búsqueda y, sobraría decirlo, el que busca encuentra.
Solemos ligar inmediatamente vocación al estado de vida consagrado-religioso. Es un aspecto pero no el único. Vocación es la ejecución de nuestro compromiso de servir allí donde estamos: si, por ejemplo, elegí la medicina como carrera es porque vi una necesidad sanitaria en la sociedad donde vivo. Una carrera es, en cierto modo, una vocación; una vocación con la que, contempladas las necesidades que me rodean, correspondo según las propias cualidades, dones y aptitudes.
Es inevitable echar la vista al supremo de los ideales: la vida consagrada. Ésta redimensiona las perspectivas humanas y mueve al alma al ser más excelso: Dios. Una vida entera para Dios plasmada en el servicio a toda la humanidad. Los que han seguido esta andadura es porque una voz que venía de lo hondo del alma les anunció el sitio y la tarea que les estaba señalada en el orden del mundo.
En la vida consagrada, flor bella, perla preciosa y el más rico ornamento de la Iglesia, se encuentra a Dios porque Dios ha salido al encuentro. Es la plenitud del servicio donde ya no se distingue de la vida personal pues, de hecho, ésta es de Dios a favor del prójimo. Si un día desapareciera, el mundo se sumiría en la noche del caos por falta de amor.
Quienes llegan a descubrir a Dios como el ideal más excelso y el servicio a los hombres como la aplicación del ideal, son capaces de ver a cada paso la prolongación de la felicidad todo el tiempo. Qué a propósito vienen aquellas líneas de W. Savage Candor, en su Pericles and Aspasia: « ¡Cuántos, que estaban adornados con todas las más exquisitas cualidades intelectuales, han tropezado en el mismo umbral de la vida y han hecho una elección equivocada de aquello que iba a predestinar para siempre el curso de sus existencia! Ésta es una de las razones, a caso la principal, de que los sabios y los dichosos sea dos diferentes clases de hombres».
Autor: Jorge Enrique Mújica