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SABER ESCUCHAR!! (I)

El diálogo es una manera de vivir más humana y el arte de escuchar es la pincelada que lo hace más sublime, la nota que le da la total armonía. Esta es una de las tareas más hermosas pero más difíciles que hay porque para escuchar hay que hacer silencio en el alma y en el corazón.
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Escuchar no es sólo oír, sino leer el corazón de la otra persona, interpretar lo que está diciendo, profundizar en su alma para comprenderlo, aceptarlo y hacerlo parte de su ser. Escuchar implica hacer silencio dentro y fuera del ser para permitir que el otro entre con todo lo que tiene: miserias y riquezas, virtudes y pecados, amor y odio, dolor y paz, alegrías y tristezas. Hay que permitirle entrar en su corazón tal y como es, acogerlo, aceptarlo y comprenderlo. Escuchar implica, entonces, permitir que el otro entre en su corazón.
Los seres humanos ponen muchos impedimentos para evitar escuchar, dialogar y comunicarse. No saben hacer silencio interior para atender y entender al otro, supuestamente por falta de tiempo e interés, por indiferencia o frialdad. Ponen etiquetas a las personas con prejuicios, pensando que no tienen nada bueno que decir.
Hay muchas barreras que impiden a los seres humanos entablar una comunicación adecuada y un encuentro más profundo con sus semejantes. Una de éstas es no querer o saber escuchar. Qué tristeza que en tantos hogares no exista el diálogo, ni haya manifestación de pensamientos y sentimientos. ¡Qué gran barrera se han puesto los seres humanos!
Dice la Palabra de Dios que nuestra Madre, María Santísima, escuchaba la voz del Señor y guardaba todas las cosas en su corazón. Qué pocas personas en verdad se atreven a guardar silencio para profundizar en su corazón las cosas de Dios y encontrar la paz. La persona que aprende a escuchar medita y profundiza lo que Dios dice, crece interiormente, se convierte en un gigante en conocimientos y es la que puede llegar a ser sabia. Los discípulos de Jesús llegaron a ser grandes maestros y predicadores porque primero fueron seguidores de Cristo y lo supieron escuchar.
El que escucha ama en silencio y se hace parte de la otra persona. Guarda en su corazón un recinto sagrado donde invita a esa persona con quien quiere comunicarse a reposar con él y allí, interiormente en su alma, lo atiende. El que escucha se convierte en un hombre de paz.
Una cosa es oír y otra muy distinta escuchar. El que escucha de verdad en alguna forma está amando, colocando al otro en el sitial que le corresponde como ser humano e hijo de Dios. Escuchar no significa estar siempre de acuerdo con la otra persona, pero sí aceptarla en sus diferentes manifestaciones. Así el otro se siente acogido, querido e importante y se realiza un pequeño pero gran milagro de amor, un renacimiento interior.
Una manera de hacer amigos de verdad consiste simplemente en saber escuchar. Cuando el amor matrimonial se está resquebrajando, muchas veces la causa es que no se están escuchando mutuamente.
El que escucha a su prójimo, sea su hermano, su esposo o esposa, sus hijos o sus amigos, aprende también a respetar la presencia de la otra persona y se hace más humano. Esa persona llega a amar más porque comprende y conoce mejor a los demás. Cuando le toca hablar, sabe bien lo que tiene que decir porque primero escucha, luego medita en su corazón y después expresa sus pensamientos y sentimientos.
       Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.
       Sitio Web: Un mensaje al corazón
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Solemnidad de la Asunción de la Virgen María.

Por aquellos días se puso María en camino y marchó aprisa a la montaña, a una ciudad de Judá, y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo y exclamó con fuerte voz y dijo: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí este bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? Pues tan pronto como tu saludo llegó a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Bienaventurada la que ha creído que se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor”. Y dijo María: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava. Por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es santo, y su misericordia pasa de generación en generación para los que le temen. Manifestó el poder de su brazo y dispersó a los soberbios en los proyectos de su corazón, derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes, colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió con las manos vacías. Acogió a Israel, su siervo, recordando su misericordia, como había prometido a nuestros padres, a Abrahán y a su descendencia para siempre”. María permaneció con ella unos tres meses y regresó a su casa. Lc 1,39-56.
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Hoy quiero hacer este encuentro contigo, María, en este colofón de todas las fiestas tuyas y quiero recordar tu Asunción. Eres la mujer primera del Evangelio, la primera evangelizadora, y haces de tu vida un servicio a los demás. Recuerdo cómo te pones en camino, cómo vas a visitar a tu prima Isabel, porque necesita ayuda, y no lo piensas, recorres varios kilómetros y te pones en servicio. Eres la mujer creyente por excelencia, eres la mujer de fe que dijiste “sí” y que nos dijiste con tu sí… y nos entregaste el mejor regalo: Jesús. Por eso eres bienaventurada.
Hoy te quiero proclamar con mi vida, con mis palabras. Quiero proclamar tus grandezas, como tú lo hiciste. Y como tú anunciaste y proclamaste ese canto tan precioso: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque ha mirado la humillación de su esclava. Todas me felicitarán —todas las generaciones—”; un canto bellísimo, que proclamas el gran amor que ha hecho Dios contigo.
La Asunción… Me imagino el gran deseo de tu Hijo de acogerte, el gran deseo de seguir ejerciendo en el Cielo tu labor de mediadora. Estás atenta a todas las necesidades, estás preocupada y ocupada de ayudar a los demás.
Quiero celebrar con gozo y con alegría tu fiesta de hoy: la gran Asunción, el gran Encuentro, el gran final de tu vida. Éste es tu estilo, Madre mía, y quiero acompañarte en tu subida al Cielo. ¡Es la fiesta del gozo, de la alegría!
Me pregunto cómo te tengo: ¿eres mi compañera de camino? ¿Cuido tu trato? ¿Cómo celebro tu Asunción? ¿Me lleno de alegría, me lleno de gozo? ¿Puedo decir “desbordo de gozo” y “me alegro contigo”? Quiero decirlo y repetirlo con toda humildad. Y dame esa alegría [para] que te proclame y que te diga: ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.
¡Gloria y honor a María Inmaculada, la Reina de cielos y tierra!
Contigo, cara a cara, quiero pasar este encuentro y disfrutar de tu compañía y decirte: María, Madre del Señor, intercede por nosotros. Te aclamo bienaventurada. Te aclamo, María, porque eres la que ha recibido con toda plenitud las gracias de las gracias. Madre de la Esperanza, Madre fiel, reafírmame en la fe, reafírmame en la confianza.
¡Día de la Asunción, día de nuestra asunción, día de mi plena realización, día de mi gran esperanza! Gracias, Madre mía, por ser mi compañera de camino. Ayúdame paso a paso a seguir tus huellas. Y no me dejes, Madre mía, no me dejes… Te aclamo bienaventurada y me alegro de tu Asunción, me alegro de tu vida y gozo, porque tú eres la gran intercesora de todas las necesidades nuestras, de todas las pobrezas. Eres el gran consuelo. Ayúdame a reaccionar, a ser la buena nueva de tu Hijo, a vivir —como tú en la humildad—, en el servicio, en la fidelidad, en la esperanza y en la disponibilidad.
¡Gloria y honor a María Inmaculada!
Que aprenda esa gran humildad: “dispersa a los soberbios de corazón”. Y me alegro al celebrar esta fiesta con los ángeles —cómo te alaban en el Cielo—. ¡Fiesta de la Asunción, fiesta de la Esperanza, fiesta de la Alegría, fiesta del Amor! Te aclamo bienaventurada, feliz, porque eres la gran Madre de todos, la gran Madre de mi Señor.
¡Gloria y honor a María Inmaculada, la Reina de cielos y tierra!
Que así sea.
FRANCISCA SIERRA GÓMEZ