20º Domingo del Tiempo Ordinario
Después de los episodios de los domingos anteriores nos encontramos hoy con una mujer, la mujer cananea, que tiene una gran fe en Jesús y que consigue que le curen a su hija. Vamos a escuchar con atención el Evangelio de Mateo 15, 21-28, donde vemos cómo él narra la escena de la fe de una madre. Escuchemos:
Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: “¡Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David! Mi hija tiene un demonio muy malo”. Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Él les contestó: “Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Ella se acercó y se postró ante él diciendo: “Señor, ayúdame”. Él le contestó: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Pero ella repuso: “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús le respondió: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. En aquel momento quedó curada su hija. Mt 15,21-28.
Querido amigo, entramos en las circunstancias de Jesús. Jesús sale de Cafarnaún, atraviesa Galilea y se retira a la región costera de Tiro y de Sidón. Busca descanso para sus apóstoles, no lo encontraron en Betsaida, después de la multiplicación de los panes, después de venir de hacer tantos recorridos y milagros, y quiere la intimidad.
Al pasar por Tiro y por Sidón muchos le reconocieron. La noticia llega, se extiende y llega a oídos de una mujer. Mateo nos dice que era cananea y Marcos la llama pagana, sirofenisa. Era una mujer cananea por raza y pagana por religión. Así iban de camino Jesús y sus apóstoles, cuando una mujer les sigue gritando: “¡Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David, mi hija tiene un demonio muy malo!”. Todas estas enfermedades ella sabía que Jesús las curaba. No calla, pero Jesús de momento no responde nada, quiere probar su fe, quiere que desborde su fe y también quiere que veamos el desborde de su misericordia. Esta pobre mujer suplica cada vez más, in crescendo, con palabras y con gestos, quiere que le escuche. Los discípulos se molestan por la persistencia de esta mujer y le ruegan al Señor que la atienda y que le conceda lo que pide porque les está molestando. Pero Jesús contesta y explica: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel y ahí no entrarás tú”, le dice a esta pobre mujer.
Pero sigue la comitiva, llegan y esta pobre mujer entra con ellos, se echa a los pies y le dice: “¡Señor, socórreme!”. Habla así. Y Jesús, con una apariencia severa, dice: “Deja primero saciarse a los hijos, que no está bien el tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos”. ¿Y quiénes son los hijos? Los privilegiados, los israelitas. ¿Y quiénes son los perrillos? Los paganos. Sin embargo ella no se desanima, su intuición de madre le hace ver que Jesús le va a conceder lo que ella le está pidiendo: “Tienes razón, Señor, pero también los perrillos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. El corazón de Jesús ya no puede más, ya no puede resistirse más y alaba públicamente la fe admirable de esta mujer: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en aquel momento su hija quedó curada.
Querido amigo, primer punto para este encuentro: la fe. La fe, que no conoce ni razas, ni colores, ni cultura y Jesús la acepta y la premia. Segundo, esta oración humilde de esta mujer: “¡Señor, socórreme!”. Cómo la súplica ablanda el corazón de Dios, cómo Jesús premia a esta mujer: “¡Qué grande es tu fe!”. Y aunque venía gritando, le dice: “¡Qué grande es tu fe!”. Los gritos desgarradores, las súplicas, Jesús, nunca las olvida, ¡nunca! Aprendamos de esta mujer, aprendamos la súplica. Y tú y yo, querido amigo, tenemos que gritarle a Jesús con expresiones que nos salgan del alma, con plegarias de una madre, pedirle la salud, pedirle la fuerza, pedirle que salgamos de la rutina. ¡Supliquémosle! Le pedimos confianza, sinceridad, todo lo que necesitamos dentro de nuestro corazón. Todos somos extranjeros y forasteros, pero Dios, pero Jesús no pasa de eso. Jesús es así, es bueno. ¡Qué lección tan grande!
Hoy nos preguntamos: ¿tenemos esta fe como esta mujer? ¿Suplicamos así a Jesús? ¿Tenemos esa fuerza de una madre? ¿Qué sería de nosotros sin Jesús, sin ti? ¿Qué seríamos? Y cómo Él se acerca a todos, se deja abordar, es compasivo y si ve que tenemos fe, atraviesa nuestro corazón y nos concede todo. Gritémosle también: “Señor, ¡ten compasión de mí! ¡Socórreme, socórreme!”. Hoy nos vamos a quedar con esta súplica y vamos a ser cananeos, vamos a ser mujer cananea y le vamos a pedir por todo: por la salud, por todo, todo lo que necesitemos. Y recibiremos esa expresión de Jesús: “¡Mujer, qué grande es tu fe!”. Una y otra vez repitamos: “¡Ten compasión de mí, mi hija tiene un demonio muy malo! ¡Ten compasión de mí porque mira lo que tengo, mira cómo estoy! ¡Ten compasión de mí!”. Así es en todas las circunstancias. Acudamos a Jesús, gritémosle y Él nos dirá: “Mujer, qué grande es tu fe, que se haga conforme a tu fe”.
Querido amigo, esta escena es maravillosa para contemplarla en silencio, para sentirnos así, pequeñitos, delante de Dios; para sentirnos así, pobres, necesitados. Tú y yo entraremos en la plegaria de una madre que siente el dolor y la enfermedad de su hija y sabe que Jesús la puede curar. Y entremos también en el corazón de Jesús que se enternece y que nos da las grandes lecciones de fe.
Como la cananea, supliquémosle también a la Virgen que nos cure, que nos salve, que nos defienda. “Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. “¡Socórreme, que soy un pobre pecador!”. Entremos en el encuentro, disfrutemos del contacto de Jesús con la cananea y sintamos la presencia de Jesús que cura todas nuestras necesidades, pero pidámosle fe. Es el encuentro de la fe.
Querido amigo, no te lo pierdas… ¡Que así sea!
FRANCISCA SIERRA GÓMEZ